Al contrario de lo que tanto se alega, las calles sí son una herramienta legítima de persuasión y hasta de presión política. Presionar no es lo mismo que amenazar. Se trata más bien de una demostración pública de una posición que toma transitoriamente un sector del pueblo sobre los asuntos de la rēs pūblica. Es cierto que las calles pueden transitar de la demostración a la amenaza. Y al hacerlo, faltaba más, renuncian a su propia legitimidad. Pero hay un sector amplio de la opinión pública que ha asumido de entrada el carácter amenazante de las calles y se ha rehusado a reconocer su dimensión demostrativa.
No es cierto, como tanto se dice, que el llamado a las calles se traduzca en un atentado contra el sistema democrático de frenos y contrapesos. Más bien, las calles son el contrapeso por excelencia. También se equivocan quienes sostienen que la función de las calles se desnaturaliza cuando son convocadas por el propio Presidente. Es cierto que la naturaleza de las calles es ser confrontativas frente al poder, pero precisamente de lo que se tratan nuestros sistemas políticos, al menos desde Montesquieu, es de la desconcentración del poder en diversas ramas. Y el tan trillado lugar común de ‘uno sabe dónde empieza, pero no dónde termina’ que se repite sobre las calles es más bien una consigna para nunca empezar nada. Pero, ante todo, es hora de que reconozcamos el prejuicioso naufragio en el que nos zambullimos a la hora de tolerar mecanismos de presión legislativa y desdeñar a las calle cuando le apuntan a lo mismo.
Por supuesto, las calles también abdican su legitimidad cuando las demandas se conjugan con el verbo de la violencia. Pero no es propio de los demócratas asumir a priori que las calles son de por sí violentas. Contener las calles con el presupuesto de que cargan con la cruz de la violencia es como prohibirle al pueblo el voto con el presupuesto de que carga con la cruz de la ignorancia.
Las calles, bien nos recuerda Rancière, son el espacio primario -incluso antes que el voto- en el que el pueblo se constituye a sí mismo como sujeto político. Por supuesto, estos sujetos políticos son siempre heterogéneos, transitorios, contradictorios y, ante todo, antagónicos. Pero el pueblo sin las calles es como un actor de cine sin escenario y trabajando para la taquilla del teatro.
Y antes de que el lector me dicte la solitaria condena de la parcialidad, advierto que esta apología de las calles no se traduce en una defensa del Presidente. Es cierto que la presión de las calles y de la consulta popular le han permitido a Petro hacer posible lo que hace meses parecía imposible: la factibilidad de una reforma laboral. Pero ahora, contra todo pronóstico, resulta que el principal enemigo de la reforma del Gobierno es el propio Gobierno. Tanto ha adiestrado Petro el arte de imaginar enemigos que ha terminado por convertirse a sí mismo en uno. El argumento, como de costumbre, es que su reforma ya no le gusta porque ha sido modificada en el Congreso. Y la verdad es que ya es inútil recordarle al Presidente que las reformas con modificaciones son las únicas posibles en una democracia multipartidista y pluralista, como la que M-19 contribuyó a construir.
Respaldando la reforma laboral que acaba de ser aprobada en la Comisión IV, el Gobierno tiene la oportunidad de hacerle una cirugía plástica a su reputación y demostrar que en su horizonte siempre estuvieron presentes los derechos laborales y no los intereses electorales. Pero si insiste en la consulta popular, sembrará las semillas de su propia tragedia. La consulta ahora no solo necesita de una cantidad considerable de Benedettinadas para salir adelante, sino que además tiene pocas posibilidades de conseguir los 13 millones de votos que se requieren para alcanzar el umbral. De ser así, el Presidente se quedaría sin reforma y sin la narrativa de bloqueo institucional; es decir, como el más solitario de los poetas, sin proeza ni enemigo.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO