Dos tragedias sacuden hoy al mundo y exponen la vulnerabilidad de la especie frente a fenómenos naturales, al tiempo que obligan a una solidaridad que pueda calificarse, igual que estos fenómenos, como “nunca antes vista”.
Primero fue el terremoto de Marruecos en la noche del pasado viernes. Con epicentro cerca de Marrakech y una magnitud de 6,8 grados en la escala de Richter, devastó la provincia de Al Haouz. Hasta ayer se contabilizaban cerca de 3.000 muertos y más de 5.500 personas heridas. Varias aldeas ubicadas en zonas apartadas sufrieron los mayores daños. Muchas de ellas quedaron totalmente derruidas. Para mayor gravedad, los daños a la infraestructura vial han hecho muy difícil el arribo de las unidades de socorro a estos lugares. Al mismo tiempo, la respuesta a la catástrofe se ha visto atrapada en una inesperada maraña geopolítica, al mostrarse el Gobierno marroquí renuente a aceptar la ayuda ofrecida por algunos países con los que sostiene diferencias. Solo les ha abierto las puertas a España, Gran Bretaña, Catar y Emiratos Árabes.
Entre mejor sea la gestión de lo público en todo sentido, mayor será la fortaleza de una sociedad de cara a un evento natural extremo.
Apenas unas horas transcurrieron entre este hecho y el que ahora estremece al mundo. Una tormenta originada en el Mediterráneo, que también causó estragos en Grecia, Turquía y Bulgaria y cuya inusual intensidad obedece, según científicos, al calentamiento de las aguas del mar, causó intensas precipitaciones en Libia. Un país que bastante ha sufrido en los últimos años por la guerra civil que lo tiene hoy dividido en dos. Las fuertes lluvias causaron todo tipo de estragos como resultado de las inundaciones y el colapso de dos presas en la ciudad de Derna, lo cual hizo que las aguas literalmente se llevaran consigo hacia el mar a barrios enteros. Al escribirse estas líneas, la Media Luna Roja calculaba en 10.000 el número de personas desaparecidas. Y se habla de 2.300 muertos. Es de esperarse que las labores de rescate marquen una tregua e incluso un punto de unión entre los bandos enfrentados. De entrada, la evaluación de los daños y la planeación del socorro se han dificultado por la debilidad institucional del país, no se sabe con certeza quién se encargará de coordinar las ayudas.
Catástrofes de este nivel obligan a los países a movilizarse para ayudar a las víctimas y a evaluar cómo está su capacidad de respuesta ante hechos de tal magnitud. Aquí, al tiempo que conmueve la manera como un fenómeno natural extremo expone la vulnerabilidad de toda una sociedad abriendo senda a la compasión y a la empatía que surgen por encima de todo lo que separa a los pueblos, es necesario advertir sobre la importancia de estar preparados.
Entre mejor sea la gestión de lo público, y no solo en las entidades encargadas de estar en la primera línea de respuesta, sino también en las que tiene que ver con las licencias, por solo mencionar un ejemplo, más preparado estará un país frente a eventos extremos que serán cada vez más frecuentes debido a la crisis climática causada por el hombre. Colombia está en lo alto de la lista de países que podrían sentir con mayor rigor las consecuencias de esta dura realidad. Razón de sobra para que cada persona y cada funcionario sean conscientes de que la adaptación es, hoy más que nunca, tarea de todos.
EDITORIAL