Lo sabe todo el país. El pasado 14 de mayo, el Senado de la República revivió el proyecto de reforma laboral y acto seguido se pronunció en contra de la propuesta de convocar una consulta popular sobre el mismo tema. Lo hizo mediante una votación pública, anunciada por la presidencia de la corporación y certificada por su secretaría. Pero, lejos de acatarla, el Ejecutivo puso en marcha una suerte de estrategia para deslegitimar esa decisión del Legislativo: primero alegó fraude; luego, que la votación era inválida por una supuesta omisión de procedimiento.
En ese vaivén, el presidente Gustavo Petro decidió esta semana cruzar una nueva línea roja: anunciar que convocará la consulta popular por decreto, con el argumento de que el Senado nunca se pronunció y pasando por alto que el proyecto que revivió contiene el grueso de los puntos que estaban en la iniciativa original del Gobierno. El caso es que el ministro del Interior, Armando Benedetti, respaldó la tesis y uno de los asesores jurídicos del Presidente y horas después nombrado ministro de Justicia, el exfiscal Eduardo Montealegre, respaldó la lectura jurídica gubernamental, avalando que fuera el propio Presidente el que se pronunciara sobre la legalidad de la votación. Esto pasando por alto que le corresponde a la justicia hacerlo; que ni el Presidente, ni nadie, puede ser juez y parte. De ahí que se pueda decir con total claridad, y enorme preocupación, que hoy estamos ante un acto inconstitucional que atenta contra el principio de separación de poderes y mina, desde el Ejecutivo, los cimientos del Estado de derecho.
Se ha enviado el mensaje de que
el respeto de este gobierno por la separación de poderes está condicionado a que esta no sea obstáculo para sus intereses. Esto mina el sistema de frenos y contrapesos.
Que no quede duda: el Presidente no tiene facultades para anular o, mucho peor, reinterpretar decisiones del Congreso. Esa tarea es exclusivamente de la justicia. Cuando un acto del Legislativo es impugnado, la vía institucional es clara: presentar una demanda ante el Consejo de Estado, que ya estudia el caso. La respuesta no puede ser saltarse a los jueces con un decreto presidencial. El artículo 103 de la Constitución, que regula las consultas populares, exige la aprobación del Senado, pero esta no ocurrió. Si el Ejecutivo sostiene que la votación fue nula, debe esperar a que lo diga un alto tribunal para estos casos, no hacer justicia por su propia mano. Y eso incluye, por la trascendencia del tema, evitar interpretaciones equivocadas sobre el alcance de tutelas en instancias que, además, no tienen la competencia para resolver el asunto de fondo.
Lo verdaderamente grave de este episodio no es solamente su inconstitucionalidad. Lo es el precedente político que crea. Porque, aunque lo más probable es que este caso no supere el tamiz de las altas cortes, ya habrá quedado sembrada una noción que será difícil de ahuyentar: la de que el Presidente puede actuar por encima del Congreso. Se ha enviado el mensaje de que el respeto de este gobierno por la separación de poderes está condicionado a que esta no sea obstáculo para sus intereses. Y esto desvirtúa el sistema de frenos y contrapesos que está en el nervio mismo del Estado de derecho. De ahí que pueda calificarse no solo como alarmante sino como antidemocrático el proceder del Presidente.
Sin duda, es muy peligroso que un presidente, en ejercicio del poder, se arrogue atribuciones que no le corresponden. Las consecuencias trascienden a este gobierno. Será responsable de un cierto deterioro institucional sostenido, de gestos y decisiones que, sin cambiar formalmente la Constitución, terminan encaminando el debate público por una peligrosa senda, aquella en la que la carta política ve mermada su majestad.
Y es que cada vez que el primer mandatario desconoce la función del Congreso; cada vez que se sugiere que la justicia es enemiga del pueblo; cada vez que se desacredita un fallo o se desobedece un trámite legal, se cruza una muy delicada línea. Esa es una gran preocupación y es mayoritaria. Por eso, conocido el anuncio del ‘decretazo’, esta semana ocho partidos políticos, los gremios, varios expresidentes y congresistas alzaron la voz. Una voz que debe tener en cuenta el jefe del Estado.
Por todo ello, se trata aquí de cerrar filas en torno a los límites que protegen el equilibrio institucional. La voluntad popular se expresa a través de los canales democráticos, que incluyen las urnas y todo lo que implica una democracia representativa. No puede, de repente, un funcionario, así sea el que ostenta la más alta dignidad del país, atribuirse el derecho de encarnarla.
La hora que vive el país es crucial. Urge actuar para que el saldo no sea un Estado de derecho debilitado, un lenguaje político contaminado y una ciudadanía confundida entre legalidad y arbitrariedad. Proteger la integridad de ese Estado de derecho, los principios democráticos, por encima de cualquier otra consideración, es vital. Y les corresponde, sobre todo, a las instancias constitucionales. Y a los demás, sin distingos, respetar las decisiones.