Diciembre llega con su carga de luces, familia y abrazos colectivos. Es el mes en que todo parece teñirse de calor humano y valores tradicionales: la familia reunida en torno al pesebre, las oraciones que prometen paz, y los discursos que ensalzan la pureza de las tradiciones. Sin embargo, entre cada villancico y brindis, también emerge esa otra cara del mes: un deseo empinado y desenfrenado que contradice todas las normas cuidadosamente recitadas por generaciones.
En este contexto, la dualidad de la sexualidad en diciembre se convierte en un tema digno de análisis. Por un lado, las reuniones familiares refuerzan la narrativa de los valores restrictivos: castidad, respeto y “portarse bien”. Por el otro, las fiestas, el licor y los reencuentros inesperados con viejos amores —o nuevos intereses— se vuelven el escenario perfecto para que el deseo haga de las suyas. ¿Cómo se reconcilian estas fuerzas opuestas en un solo mes?
La tensión es evidente. Mientras en el comedor se habla de las bondades de la unidad familiar, en los rincones más oscuros de las fiestas de fin de año, las pulsiones humanas encuentran su escape. Es casi como si diciembre viniera con una doble agenda: durante el día, encender velas y honrar las tradiciones; durante la noche, dejar que el deseo corra sin culpa (o con ella, dependiendo de la moralidad individual).
Pero, ¿es esta dualidad algo malo? Quizás no. Lo que resulta problemático es el silencio con el que se maneja. La sexualidad sigue siendo un tema tabú en muchos círculos familiares, incluso cuando todos saben que, tras las cenas y los brindis, la realidad es mucho más compleja. El problema no es el deseo, sino la hipocresía de fingir que no existe, o peor aún, de juzgarlo desde una óptica moralista que ya no se ajusta a los tiempos modernos.
Entonces, ¿cómo abordar esta realidad en diciembre? La respuesta no está en eliminar el deseo ni en abandonar los valores tradicionales, sino en encontrar un equilibrio sano entre ambos. Las conversaciones familiares sobre sexualidad, respeto y consentimiento deberían ser tan comunes como los rezos al Niño Jesús. No se trata de romper las tradiciones, sino de actualizarlas para que reflejen las realidades humanas de hoy.
Además, la cultura de la culpa —tan inherente a esta dualidad— necesita un urgente replanteamiento. Es diciembre: si las luces son para brillar y las copas para brindar, ¿por qué no aceptar que el deseo también forma parte de lo que nos hace humanos? La clave está en vivirlo de manera responsable, honesta y sin el peso de las contradicciones impuestas.
Al final, diciembre es una metáfora de nuestra propia humanidad: un mes donde conviven el orden y el caos, la tradición y la transgresión, los valores y las pasiones. Quizás, en lugar de luchar contra esta dualidad, deberíamos celebrarla como una parte más de lo que somos. Porque, después de todo, no hay nada más humano que cantar un villancico en familia mientras, en el fondo, uno se pregunta qué pasará después de la medianoche. Hasta luego.
ESTHER BALAC
Para EL TIEMPO