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El restaurante en Bogotá en donde Jorge Eliécer Gaitán iba a comer huesos de marrano
Magolita Alfonso empezó en fogones de carbón y leña en tradicional comedero de las Ojonas en 1946.
Margoth Torres Alfonso es una de las herederas de Magolita Alfonso y Benigna Herrera, la abuela materna. Foto: Cortesía David Rondón Arévalo
Corría el año de 1938 y el presidente Alfonso López Pumarejo culminaba su primer cuatrienio, cuando procedentes de Gámeza, Boyacá, arribaron a Bogotá las hermanas Alfonso Herrera: Magola, Celina, Anita, Rosa y Leonilda, las Ojonas, como las conocían en el pueblo por sus miradas graciosas y expresivas.
Llegaron jovencitas a la capital, ilusionadas en estudiar y trabajar con recursos propios en el renglón gastronómico, motivadas por la sabiduría y la experiencia de doña Benigna Herrera, la abuela materna, reconocida matrona de fogones rudimentarios y sazones de la auténtica cocina boyacense.
"Abrieron su primer negocio en la carrera 19 con calle 22, predios del hoy barrio Santa Fe”, notifica doña Margoth Torres Alfonso, una de las herederas de Magolita.
“Era una tienda de líchigo, granos y abarrotes, que también despachaba comida de la tierrita: cuchuco de trigo con espinazo de cerdo, huesos de marrano, gallina, pescuezos rellenos, mazamorra chiquita, fritanga, tamales, arepas y envueltos de mazorca, el tradicional cocido boyacense de cuchara de palo parada en el plato, entre otros manjares de la comida campesina”.
Tienda y comedor fueron prosperando, pero con el tiempo las juiciosas señoritas se fueron casando, y cada una por su lado, con marido y prole, pero la única que persistió con el negocio de comida fue Magolita.
Un negocio que se hizo a pulso
Por la sazón y la atención, el local de la 19 con 22 quedó chiquito para la creciente demanda, y Magola trasteó ollas y menaje a una casa lote del sector de La Florida (actualmente en Florida Panamericana), donde hace ya 77 años persiste como razón social y punto de referencia de la mejor cocina criolla en Bogotá, ‘Magolita, Las Ojonas’, como cita uno de los párrafos de presentación en la cartelera de ingreso:
“En nuestra sede de siempre, las Ojonas pasamos de la leña y el carbón al uso de las nuevas tecnologías, fomentando en nuestros colaboradores altos estándares de calidad, sabor y atención a nuestros clientes, para que estos se sientan como en casa, a donde siempre desean regresar, para tener el gusto de atenderlos”.
Restaurante al que acudía Jorge Eliécer Gaitán. Foto:David Rondón Arévalo
Para doña Margoth, quien hace 17 años regenta el restaurante con su hermano Alfonso ‘Poncho’ Torres, la marca Magolita, Las Ojonas “es un digno y orgulloso patrimonio hecho a pulso por mi madre, toda su vida entregada al trabajo, fuerte ante las adversidades, quien repartía el día, desde la madrugada, hasta bien entrada la noche, en los quehaceres del restaurante y en la crianza y formación de sus hijos”.
Fueron siete: seis mujeres y un hombre. “En esta casa nacimos con comadrona (las parteras), crecimos, estudiamos y trabajamos, todas por igual, desde chiquitas, con mi hermano Poncho, ayudando en lo que ordenara mamá, aprendiendo a hacer empresa. De aquí salimos casadas con su bendición”.
Al principio, levantar la enorme edificación de tres plantas con vivienda y restaurante fue una labor titánica y paciente que doña Magola emprendió recién llegada del barrio Santa Fe a la casa lote de La Florida, echando cabeza y lápiz en cuaderno cuadriculado, por dónde debía empezar y cómo tenía que terminar.
Hoy, en la amplia y moderna cocina de fogones industriales quedan vestigios del buitrón, el calentador de agua y la estufa de bloque y parrillas de hierro, donde se encendieron los primeros leños y carbones de Magolita, Las Ojonas, hace 77 años.
“Se atendía la clientela en mesas y butacas de madera. El menú, los platos criollos de costumbre, con algunas variaciones como conejo a la plancha, mondongo, variedad de pescados, lengua en salsa, gallina campesina, mute boyacense, una delicia que mamá preparaba con la sustancia de las cabezas de pescado, habas, fríjol, tallos, ahuyama, guascas y mazorca. Pura vitamina”, sentencia.
“Mi padre, Alfonso Torres, liberal de trapo rojo, contaba que al restaurante venía Jorge Eliécer Gaitán por los huesos de marrano y por la ‘fina’, un refajo popular que se preparaba con chicha de maíz porva, cerveza y Colombiana, a dos pesos el vaso. Y papá, dizque feliz atendiendo y conversando de política con Gaitán”.
En el recorrido por el restaurante y la toma de fotografías, entre fogones y mesones, observamos las vitrinas del mostrador desocupadas, y nos pica la curiosidad de preguntarle a Margoth a dónde fueron a parar las exquisiteces del colesterol, que disparaban el apetito de los comensales.
Restaurante. Foto:David Rondón Arévalo
“Esas ricuras, como los pescuezos de gallina rellenos, la torta de menudo, los chicharrones reventones, la apetecida fritanga, los pasteles de yuca, el maíz tostado, entre otras delicias, se dejaron de exhibir por las restricciones de la pandemia. Pero ahí siguen aguardando las vitrinas, a ver si ahora que aplacó el virus autorizan el regreso de las viandas”.
Y los famosos tamales de Magolita, ¿los siguen ofreciendo?, pregunto.
“Los sigo haciendo. Ahí está el molino donde muelo el maíz. El auténtico tamal boyacense, legado de mamá. La masa lleva arroz, calabaza, zanahoria, garbanzo, guiso, tocino, longaniza, y sus buenas presas de pollo y costilla de cerdo. En diciembre y enero son rapados, a 10.000 pesos, pero los preparo todo el año”.
El apetitoso menú ha trascendido de generación en generación, lo mismo que a manteles las principales celebraciones del año: el Día de la Madre, en primer lugar, el del Padre, el Día de la Mujer, de la Secretaria, de los enamorados.
“Para el Día de la Madre se duplica el personal de atención, y mis hermanas y mi hermano vienen remangaditos y con el delantal puesto a colaborar. Eso ha sido costumbre de toda la vida, y un homenaje a nuestra madre, alma y músculo del restaurante, donde sentimos su presencia viva, luego de su fallecimiento en 1990. La celebración se ameniza con el dueto de los hermanos Herrera”, resalta la señora Margoth.
Agrega que por las cincuenta mesas, que representan 200 comensales, han pasado personajes de la política y la vida nacional, entre los que destaca a Álvaro Gómez Hurtado, Alfonso Gómez Méndez, doña Nidya Quintero (“que se iba armada con su buen paquete de fritanga”), Gloria Valencia de Castaño (“invitó a mi madre a uno de sus programas”), Claudia de Colombia, la Orquesta Balalaika, Víctor Hugo Ayala...
“Ay –tercia doña Margoth–, Carlos Julio Ramírez. Me acuerdo cuando yo estaba en la flor de mi juventud, y me cantaba con ese vozarrón que se mandaba Muchacha de risa loca. También venían el general Matallana con su familia; Carlos Pinzón, el del Club de la Televisión, y su hermano Germán, el escritor. Muchas figuras del espectáculo y la farándula han pasado por el restaurante”.
Ubicado en la carrera 27A n.º 24-12, el movimiento a medio día en Magolita, Las Ojonas corre por cuenta de empresarios, profesionales, oficinistas y, de muchos años atrás, el personal médico y paramédico de la clínica San Pedro Claver, hoy clínica Méderi, en interrumpido periplo generacional que a menudo cumple a la cita con los sabores criollos.
Por los ojos
La guarnición de cocineras, meseros, auxiliares de mantenimiento y domicilios es contratada por nómina, con seguridad social, vacaciones y prestaciones, festejos y regalos de madre y fin de año. Doña Margoth recuerda con especial cariño a Celia Romero, oriunda del Valle de Tenza, una de las cocineras más recordadas de los 60. Hoy resalta, por su buena sazón, a Nelly Cuta, de Gámeza, con 10 años en el restaurante.
De carácter recio y autoritario, enfermera de profesión, madre de dos hijos, uno zootecnista y una odontóloga, quienes le han dado tres nietos, doña Margoth Torres Alfonso ve por los ojos de Las Ojonas. Cada 15 días va a mercar a Corabastos, está pendiente del tejemaneje de cocina, del mantenimiento en general y de la elaboración del informe para el contador.
Dice que ha viajado por Europa, conoce México, Argentina, ha paseado por Colombia y se ha dado gusto probando lo mejor de la comida internacional, pero cuando regresa a su restaurante se sienta a degustar su plato preferido: los carnudos huesos de marrano.
“Vivo orgullosa de ser hija y aventajada discípula de la escuela culinaria de Magolita, maestra de la sazón boyacense. También muy agradecida con la clientela de toda la vida, los abuelos, los padres, los hijos y los nietos, que comparten en las mesas. Esos momentos de alegría, alrededor de nuestra cocina, son una bendición”, dice complacida Margoth.