*Daniela tardó muchos años en aceptar que algunas cosas que hacía y sentía eran manifestaciones de una enfermedad. Su carácter salta a la vista, es profesional, decidida y le gusta tener control sobre su vida. Pero solo hasta hoy, a sus 38 años, quiso contar cómo un día tuvo que aceptar que necesitaba ayuda.
Nació en Cali. Su infancia y su adolescencia fueron muy tranquilas. Problemas familiares con sus padres o hermanos había, pero nada raro que alterara su vida.
Apenas se graduó de bachillerato se fue a vivir a Inglaterra. Sus papás deseaban que reforzara su inglés y ella, aventurera, no lo dudó ni por un segundo. “Llegué al seno de una familia, ellos tenían tres hijos. La experiencia fue agradable, eran muy tranquilos”, relató.
Antes de llegar al momento en el que Daniela cuenta que se manifestó por primera vez su trastorno hace una pausa. “Quiero decirte que lo que te voy a decir es absurdo, que es algo que simplemente ocurre, no sé por qué, pero pasa”.
Entonces se devuelve a ese momento de su vida en el que todo trascurre estando en un McDonald’s. De repente sintió la necesidad de coger un sobre de azúcar y, luego, dejar que los diminutos granos rodaran sobre su cuerpo. ¿Por qué? Pensó que era una buena forma de garantizar su bienestar.
A partir de ese día la acción se convirtió en un ritual. Daniela guardaba los sobres de los cafés a los que iba para hacer lo propio cada mañana, antes de salir de casa. “Aunque yo era consciente de que eso era absurdo, no lo podía evitar. Una vez llegó una compañera de habitación y me pilló haciéndolo. Yo le dije que eran talcos, pero obvio no me creyó nada porque me había visto a través del reflejo de un espejo”.
Entonces fue más cuidadosa al realizar su acción, pero al final, aunque eso le causaba vergüenza, no afectaba de forma significativa su vida.
De regreso a Colombia ingresó a cursar su carrera de Comunicación Social en una prestigiosa universidad. Con 18 años se le midió a vivir sola en una urbe de cemento.
Eso no la compungía, pero, sin embargo, seguía con su ritual. “Antes de irme a la U me echaba azúcar. Entre clases veía granitos en mi ropa. Mi objetivo era repeler la negatividad”. Los ciclos comenzaban de repente y perduraban durante un buen tiempo.
Aunque yo era consciente de que eso era absurdo, no lo podía evitar. Una vez llegó una compañera de habitación y me pilló haciéndolo
Luego ese deseo de alejar lo ‘malo’ comenzó a centrarse en las personas con las que estudiaba. “Por ejemplo, si a un compañero le iba mal en un parcial, yo me ponía nerviosa y ya no quería estar más en o con él porque sentía que se me iba a apagar la energía y que me iba a tirar los exámenes”.
Y así pasó con más personas. Un día fue a recibir unas notas y solo ver a un estudiante la hizo sentir la necesidad imperiosa de llegar a su casa y lavar su ropa. “No quería tener la energía de él en mi casa, sentía que el simple roce contagiaba mis cosas”. A eso le llaman cadena de contaminación.
Un día Daniela llegó a su casa con un documento, para ella, ‘contaminado’. “Empecé a lavarme las manos con jabón, pero de una forma tan agresiva que cuando terminé, mi piel estaba arrugada. Igual, aunque me asusté, no busqué ayuda”.
Día a día las manifestaciones de su trastorno iban adquiriendo nuevas formas. La siguiente sería en su primera relación sentimental con un joven. “Él tenía una exnovia a la que había amado mucho. Se llamaba Mónica. A partir de ese día le cogí fobia a ese nombre. Yo sé, era absurdo, pero no lo podía evitar. Si alguien se llamaba así, yo le huía”.
Y así, siendo celosa, padeciendo sus miedos en completa soledad, Daniela se graduó sin buscar ayuda profesional ni de su familia. “Yo sabía que había algo raro en mí, pero no quería ser consciente de ello y, bueno, en esa época no había mucha información al respecto”.
En el 2007, Daniela viajaba con frecuencia a los Estados Unidos. “Allá tenía un novio que mantenía una relación muy estrecha con su familia”. A pesar de que era feliz volvía a lo mismo. “A la prima de mi pareja se le murió su hermano y de inmediato generé un rechazo en su contra. Pensaba que si la tocaba me iba a pasar lo mismo”. En ese país, por primera vez, sintió depresión. “Recuerdo un invierno en el que lloré mucho sin saber por qué”.
Había lapsos de tiempo en donde esta mujer vivía una vida normal sin que los síntomas se dispararan. De hecho, estuvo dos años en Colombia sin que su vida tuviera mayores compliques. “Estaba muy bien, luego me fui a estudiar a Argentina, conocí al hombre que ahora es mi esposo, él es alemán, nos casamos en Colombia, viajamos y todo muy bien”, contó Daniela.
Yo sabía que había algo raro en mí, pero no quería ser consciente de ello
Pero cuando la pareja decidió establecerse en Alemania, los extraños episodios regresaron y con más fuerza. “Creo que convivir con alguien las 24 horas del día volvió a disparar todo”. Los rituales habían regresado.
Primero con una compañera de un curso de idiomas abandonada por su esposo. “Pensaba: si la saludo, me va a pasar lo mismo. Le cogí fobia. Un día me abrazó con fuerza y dije: no puedo tomar clases así, tengo que ir a bañarme”.
Pero una cosa era evitar a una Mónica en la mañana o aplicarse un poco de azúcar, y otra era la necesidad de evitar a de la familia de su esposo.
Le huía a las reuniones porque le tocaba llegar a lavar todo lo que había usado. Su esposo empezó a notar con extrañeza que a ella siempre le dolía la cabeza o tenía una excusa para no ir. “Un día me metí con todo y celular a la ducha y terminé dañándolo. Mi pareja no me creyó que se había caído en un charco”. Ahora sí, su vida se estaba comenzando a derrumbar, la enfermedad estaba controlando su vida.
Caminaba por su casa como si transitara por un laberinto. “Esquivaba las cosas que pensaba no podía tocar. A veces era un plato, a veces una chaqueta, un mueble, a veces hasta olvidaba por qué no lo podía tocar. Mi esposo me decía: ¿por qué caminas así?”.
Hasta que la situación estalló en una discusión de pareja, cuando ella se negó a ir a una visita. “¿Por qué te niegas a estar con mi familia si ellos te han tratado tan bien?”, le decía su compañero.
Daniela supo que tenía que buscar ayuda. Hizo una primera búsqueda en internet. “En un foro le pregunté a alguien qué hacían cuando tenían que limpiar algo que no se podía lavar, como un computador”.
Así llegó al término trastorno obsesivo compulsivo (TOC), pero aun así cuando encontró a una profesional lo primero que le dijo era que se negaba a tomar medicamentos. “Duré seis meses con ella. Me sirvió hablar, bajaron los síntomas, pero la mejoría estaba lejos”.
Con el segundo profesional aceptó tomar una dosis mínima de medicamento. “Me empecé a sentir mejor, pero la sensación era de estar dormida, no estaba presente en mi vida, no estaba en mi cuerpo”.
Ahora regresó momentáneamente al país. Pensó que una tercera opinión podía conducirla a un mejor tratamiento. “Llevo cuatro meses con una medicina nueva. No es lo mejor, pero me ayuda, otra vez tengo el control de mi vida”.
No hay soluciones milagrosas. No se llega a la perfección, no dejan de haber problemas, pero sí es posible salir avante y tomar el control. “Mi familia sabe algunas cosas ya, no todo, no quiero preocuparlos, cuando sea el momento lo haré”.
Daniela es valiente, le ha tocado convivir con una enfermedad que pocos entienden. “Si la gente supiera que bien hace poder hablar sin miedo de esto. Si tú te rompes un hueso nadie te va a decir levántate y camina, te dirían cuídate y trátalo. Lo mismo debería pasar con las enfermedades mentales”.
Antes de irme a la U me echaba azúcar. Entre clases veía granitos en mi ropa. Mi objetivo era repeler la negatividad
Hoy esta mujer ata cabos. Tal vez no le dio importancia a su soledad, tal vez estuvo algo vacía en países que apenas conocía, tal vez el estrés la agobiaba, pero ella lo negaba, tal vez quiso ser tan fuerte que no se dio permisos para derrumbarse. “Hoy ya sé qué tengo y decidí tomar el control. A los demás les digo que valoren su salud y que nunca, nunca, juzguen”.
*Nombres cambiados.
TOC, la enfermedad de las ideas incómodas
Según el neuropsiquiatra de la Universidad Javeriana Hernando Santamaría, el trastorno mental obsesivo compulsivo (TOC) está clasificado dentro del manual diagnóstico DSM5. Es muy complejo y su tratamiento, particular. Se caracteriza clínicamente por la presencia de dos dominios.
El primero de ideas obsesivas, que es cuando hay una alteración del pensamiento de los pacientes en donde aparecen imágenes mentales que se manifiestan como una imposición, como si se tuvieran que realizar a la fuerza durante el pensamiento.
“Muchas veces se describen como ideas parásitas para revelar el carácter de imposición que tienen las mismas sobre el contenido del pensamiento usual de los pacientes”. Esas ideas obsesivas son experimentadas como incómodas, lo que los expertos llaman egodistónicas, como si no fueran parte de su psiquis. “Son muy molestas y se asocian a ansiedad e incomodidad y aunque ellos intentan sacarlas de su mente, no se salen, en cambio, se repiten. Los pacientes alcanzan a determinar que ese contenido es extraño, raro e inusual. Lo experimentan como una imposición y generan ansiedad, pero ellos son conscientes de que no son sus ideas ni sus pensamientos propios”.
El experto explicó que esas ideas se acompañan de la presencia de un segundo dominio, que es el motor o el de actos repetitivos. “Esto se conoce como compulsiones, que son actos motores o mentales que se hacen o se ejecutan para reducir la ansiedad asociada a las ideas obsesivas”. Agregó que usualmente estos actos tienen unos contenidos particulares, muchas veces asociados a ideas obsesivas de orden, aseo o contaminación, y el acto compulsivo es lavarse las manos, ordenar o intentar usar productos continuamente para evitar algún contagio.
Explicó también que hay otros actos compulsivos de carácter mental. “En estos, los pacientes cuentan o intentan repetir números o repetir frases o canciones para reducir la ansiedad asociada a las ideas obsesivas”.
Algunos pacientes tienen cuadros clínicos crónicos, su tratamiento es muy difícil y requieren de intervenciones de psicoterapia y farmacológicas. “La combinación es la mejor opción de tratamiento. Estos cuadros clínicos comienzan en etapas muy tempranas como en la niñez o la adolescencia”.
El médico dijo que estos pacientes requieren tratamientos intensos. “Se cree que entre un 30 % y un 40 % pueden obtener mejoría notable; un 30%, un curso intermedio con algunas recaídas, y un 20 % o 30 % no van a mejorar notablemente esos síntomas”.
Según Santamaría, pese a esto, un seguimiento clínico y algunas intervenciones psicoterapéuticas pueden ayudar a disminuir el sufrimiento y a generar cambios positivos que repercutan en calidad de vida.
* Esta historia fue publicada originalmente el 6 de marzo de 2020.
CAROL MALAVER
SUBEDITORA DE BOGOTÁ
Esta historia hace parte de nuestra saga ‘Trastornos de ciudad’. Si usted quiere contarnos su historia, escríbanos a [email protected].