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Chavita, la lotera que cumplió medio siglo en el centro de Bogotá

Vendió lotería hasta que la pandemia y el alzhéimer la obligaron a retirarse.

Isabel nació en Belén, Boyacá, y llegó a Bogotá a los 13 años.

Isabel nació en Belén, Boyacá, y llegó a Bogotá a los 13 años. Foto: David Rondón

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La penúltima vez que vi a Isabelita Benavides, la lotera más antigua del centro de Bogotá, cabeceaba de sueño en su puesto de la carrera 7° con calle 12: brazos cruzados, rostro tostado por la brisa, cabellera como la nieve, una ruana sobre el regazo, silente y conmovedor testimonio de vida.
Eso fue a escasos días de que la alcaldesa Claudia López decretara el simulacro por la peste del coronavirus, en la última semana de marzo de 2020.
Recuerdo el grito seco de una mujer vecina al puesto de Isabel:
-¡Chava, despierte!, que un día le van a robar esos billetes...
No tomé el puyazo a pecho, porque era costumbre pasar a saludarla, compartir con ella un café con empanada, y oírle su parloteo salpicado de humor popular, y de paso comprarle una o dos fracciones a ciegas.
Por esas fechas, Chavita, como se dio a conocer en el gremio lotero y de sus asiduos clientes -entre ellos el exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia Francisco Ricaurte, hoy privado de la libertad-, picaba en punta de los 89 años, 50 de ellos destinados a la venta de lotería.
Pero en Bogotá estalló la tormenta del covid-19, y el encierro fue de largo, y hasta ahí tuve noticias de la buena Chava. Solo sabía que vivía con una hija a la que ella llamaba La Mona, también lotera, la misma que la dejaba en el puesto a las nueve de la mañana, y pasadas las cinco de la tarde la recogía para llevarla a casa.
Chavita ya no tenía necesidad de salir al rebusque diario con sus talonarios de la suerte, de lunes a sábado, capoteando ventiscas heladas y aguaceros, porque su hija, La Mona, velaba por ella. Era Chava la que insistía ir al centro, a su puesto de siempre, porque el día que no salía, se molestaba y se deprimía.
Eso lo supe hace un par de semanas, después de varias pesquisas con otras señoras loteras de la Séptima, cuando una de ellas me dio el o de La Mona, Carmen Rosa Benavides, lotera de toda la vida como su mamá, quien contó que estaba al cuidado permanente de su progenitora en su casa de Ciudad Berna, porque en el transcurso de la pandemia le sobrevino el Alzheimer.
Se empleó en varios oficios hasta que, finalmente, se hizo vendedora de lotería.

Se empleó en varios oficios hasta que, finalmente, se hizo vendedora de lotería. Foto:David Rondón

"Ya no me reconoce -dijo Carmen Rosa cuando fuimos a visitarla-. Un día se salió de la casa. Después de horas de averiguar y buscar, la vine a encontrar en la sala de urgencias del hospital Santa Clara. Estaba sentada junto a un hombre herido y un indigente. Y ella, risueña, como si nada. Dizque allí la había dejado una patrulla de la policía".
"El Alzheimer le ha cambiado los hábitos y los horarios -explicó la hija-. Dura en vela veinticuatro horas, y veinticuatro dormida. Yo duermo con ella, pero me sobresalta cuando a media noche comienza a gritar la lotería, como lo hacía en el puesto. Para bañarla, cambiarle el pañal y 'cuchariarle' los alimentos, me toca decirle que está en el hospital y que yo soy su enfermera. Hoy vivo por los ojos de mi viejita, porque ella vio por los míos cuando yo era niña. Y ella, ahora es mi niña".

Historia de vida

Isabel Benavides Hernández, nacida en el seno de una familia campesina de Belén, Boyacá, llegó de 13 años y con segundo de primaria a Bogotá, de la mano de una tía, en busca de una mejor calidad de vida que la patriarcal y sometida del campo, donde las muchachas estaban destinadas a las duras faenas de la tierra, la crianza de los hermanos menores y los oficios de nunca acabar de rancho y cocina.
Vivía en una pieza en el barrio Las Aguas, cerca de la Media Torta, y cuando su tía salía a trabajar en casas de familia, el recreo de Chava era asomarse por la ventana a ver pasar los burros cargados de "lavaza" (desechos de comida), alimento para los marranos que criaban en las fincas aledañas a los cerros.
Más grandecita, alguien la recomendó para trabajar en una pensión de estudiantes que regentaba una matrona costeña en la calle 18 con carrera 5°. Allí conoció a un joven poeta de Patillal, que años más tarde se consagraría como el compositor de cuna del folclore vallenato, el maestro Rafael Escalona.
Pero servir a tantos muchachos recargados de testosterona no era la plaza ideal para una campesina en flor, y gracias a una bolsa de empleos, de la que se enteró por la junta de acción comunal del barrio La Perseverancia, consiguió chanfa por días como aseadora de algunos cafés del centro, de los que cerraban para limpiar a las cinco de la mañana con los últimos borrachos adormecidos, y volvían a abrir a las siete con el rugir de las grecas y el humor estimulante de tinto fresco.
Ya señorita, se fue a vivir independiente al barrio Egipto, donde advirtió que varios vecinos vivían de la venta de Marlboro. De sus ahorros invirtió para probarse en el negocio de los cigarrillos, y como ya tenía un terreno abonado por su trabajo en los cafetines, echó adelante carreta y pregón cuando el cartón de doce cajetillas valía $30 y la cajetilla $7.
Recorría calles y cafés a mañana y tarde, y a veces se ubicaba con sus cartones al frente del edificio Murillo Toro. Allí hizo amistades con vendedores ambulantes y loteros, hasta que un día, uno de ellos, le confió su lotería para irse a jugar billar.
Al regreso, después de una tarde de carambolas, el hombre quedó sorprendido cuando Chava le entregó el producido de veinticinco fracciones de Boyacá, una proeza que ni el mismo dueño de los billetes tenía en sus registros. Y así empezó Chava, hace cincuenta años, en la venta de lotería.

Madre e hija loteras

Isabel Benavides Hernández se instaló en su puesto de la carrera 7° con calle 12, que ella acomodó con una caja de manzanas, una tabla de triplex y una silla. Siempre trabajó para don Eliécer Murcia, distribuidor mayorista, que en la mañana le surtía la lotería, y al caer la tarde recogía el remanente, el producido, hacía cuentas y le liquidaba ganancias.
Nunca perteneció a la Mutuaria, que era el sindicato de loteros y expendedores de prensa, pero a fuerza de trabajo levantó cuatro hijos de un padre que un día abandonó el hogar cuando los vástagos estaban pequeños, y jamás se supo de su paradero.
Carmen Rosa, la única mujer de la parvada, dejó de lado la primaria y a los ocho años empezó a hacer el curso de vendedora ambulante en la 7.ª, con una caja de chocolatinas Jet que contenía cincuenta unidades y valía $ 40. Cada chocolatina la vendía a $1.
También vendió Marlboro, gelatina de pata, cartillas de declaración de renta (el manual del declarante), el código de policía, el almanaque Bristol, y a los diecisiete años, el 27 de julio de 1977, fijo en su memoria, debutó como vendedora de lotería, hasta 2019, cuando se retiró para dedicarse al cuidado de su anciana madre.
Es que Carmen Rosa contó con la suerte que le fue negada a su progenitora, que siempre vivió reducida de ganancias, que apenas le alcanzaba para la comida de sus hijos y pagar el arriendo de una pieza en El Guavio.
A la hija lotera le sonó el clarín de la fortuna cuando se ganó en el año 2000 $40.000.0000 del Sorteo Extraordinario de Navidad. En ese momento convivía con el padre de sus cuatro hijos, y lo primero que hicieron fue comprar una enorme casa de tres plantas, en Ciudad Berna, que hoy a Carmen le ofrece la comodidad de vivir de la renta.
Con su trabajo, Isabel sacó adelante a cuatro hijos. Carmen, de hecho, también fue lotera.

Con su trabajo, Isabel sacó adelante a cuatro hijos. Carmen, de hecho, también fue lotera. Foto:David Rondón

La lotería la compra el pobre y el rico por igual. El rico, que teniéndola toda, quiere más, y el pobre, que quiere ser rico, pero sin esforzarse demasiado. De pronto, de tanto insistir, le pega
Uno de sus hijos, Brandon Rubiano, de 22 años, es un cerebro del software y asesora a WPlay, una de las casas de juego más renombradas en la actualidad, que cubre las apuestas de deportes, con el fútbol a la cabeza del ranking.
Le pregunto a Carmen Rosa si el negocio de la lotería sigue siendo rentable como lo fue hace treinta o cuarenta años.
"En todos mis años, como vendedora de lotería, que fueron cuarenta y cuatro, hoy tengo sesenta, no he sentido un bajonazo, que uno diga, bueno esto se acabó. De pronto, cuando apareció el chance, se mermó un poquito, pero la gente sigue comprando, y más para esta época de fin de año. La lotería la compra el pobre y el rico por igual. El rico, que teniéndola toda, quiere más, y el pobre, que quiere ser como el rico, pero sin esforzarse demasiado. De pronto, de tanto insistir, le pega".
Esta fue la última vez que vi a Isabelita Benavides Hernández, ahora recostada en su cama, cautiva en las tinieblas de la desmemoria, pero en las mejores manos, las de su adorada y dedicada hija.
-Vamos, Chava, que hoy le toca baño-, le dice Carmen Rosa con ternura.
-¡Ay!, qué baño ni que ocho cuartos, no moleste. Dónde está mi ropa que me voy pal centro-, reclama entre labios la dulce Chava, que el 13 de noviembre de 2021 completó 90 años, 4 hijos, 15 nietos, 4 bisnietos, bajo el cuidado de Carmen Rosa Benavides, el premio mayor de la lotería de su vida.
Isabel cumplió 90 años hace pocos días. Su hija vela por ella.

Isabel cumplió 90 años hace pocos días. Su hija vela por ella. Foto:David Rondón

RICARDO RONDÓN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO

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