Es preocupante, y mucho, el resultado que revelan las pruebas Saber 11, es decir, las que el Icfes hace a los estudiantes del país que terminan su año lectivo. Según análisis de EL TIEMPO, el resultado –una media de 250 puntos sobre 500– en las cinco competencias evaluadas es de los más bajos desde el año 2016, cuando se llegó a 264, una “disminución grande”, como reconoció la propia directora de la entidad.
Tanto ella como la ministra de Educación coinciden en que la parte alentadora es que no se viene cayendo al ritmo que se venía cayendo hace unos años y que es posible mejorar la situación.
Bogotá la saca barata. El promedio en la ciudad para el año 2021 es superior al del resto del país: 254,9 en colegios oficiales y 294,4 en privados, para un promedio de 272,2. Más alto, incluso, que el de Barranquilla, Medellín, Cartagena y Cali.
En lectura crítica estamos por debajo de Bucaramanga y Tunja en el sector oficial, y mucho mejor en el privado; mientras que en matemáticas hay un importante descenso frente a 2019 y 2020, tanto en educación pública como privada.
En inglés, si bien hubo un descenso en el año 2020 frente al 2019, en el 2021 el puntaje aumentó en todo el país. En los colegios oficiales de Bogotá ese aumento fue de casi tres puntos entre 2019 y 2021, y en instituciones privadas mucho mayor: cuatro puntos.
Pero más allá de esto,
varias cosas explicarían el bajón. La más evidente de todas es el agotamiento del modelo educativo. Hasta los estudiantes lo advierten. (
Les recomiendo leer una entrevista reciente que le hice a la rectora de la Universidad de los Andes, Raquel Bernal). Las clases memorizadas están mandadas a recoger hace rato. El otro es el rezago en algunas secretarías regionales, responsables de velar por que se cumplan las estrategias educativas, con más innovación y mayor compromiso. También está la falta de recursos en colegios y escuelas del país para hacer más llevadera la situación. Y obviamente están la calidad de los profesores y profesoras, su preparación, los recursos con que cuentan y las metodologías que emplean a la hora de enseñar.
Y hay causas exógenas. La pandemia es una de ellas. El encierro de los estudiantes no hizo más que empeorar las cosas. Valga la pena reconocer aquí que la Secretaría de Educación de Bogotá no se quedó quieta, implementó programas de enseñanza en casa, distribuyó canastas alimenticias para que los niños siguieran contando con sus raciones diarias y cientos de profesores se fajaron métodos alternativos de enseñanza que se retratan muy bien en el libro Vivir para aprender. Y sumemos a eso la entrega de más de cien mil tabletas. Con todo esto, a Bogotá pudo irle mejor.
Ahora bien, nada de eso reemplaza la presencialidad en las aulas, el relacionamiento, el compartir con amigos y maestros, el o visual, la atención, el escucha de viva voz; todo eso es fundamental en un proceso de aprendizaje constante. Pero, ojo: las pruebas Saber no necesariamente se pierden por la pandemia o por todas estas cosas que hemos mencionado. Se pierde también por el papel que cumplen padres de familia y maestros. Como se ha repetido tantas veces, la labor de educar a niños, niñas y jóvenes es una tarea compartida. Si desde la casa no se hacen esfuerzos por ayudarlos, no se puede pretender que el colegio sea la solución definitiva.
Y lo propio ocurre con los docentes. Y aquí hay que ser claros: una cosa son los rectores y profesores que se la han jugado en estos tiempos aciagos; y otra, los sindicatos. A estos últimos les cae buena parte de la responsabilidad de que las pruebas Saber muestren estos resultados. Si los sindicatos estuvieran menos concentrados en la politiquería, en sabotear, promover paros, atravesarse tercamente a la presencialidad... otro sería el cantar de nuestros jóvenes.
Un sindicalismo que solo vela por sus intereses no tiene autoridad para reclamar mejores resultados. Y mientras aquí nos lamentamos por los indicadores, allá, en la calle, los líderes sindicales gritan arengas para llegar al Congreso. ¿Para qué?
ERNESTO CORTÉS FIERRO
EDITOR GENERAL DE EL TIEMPO