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Opinión

Voy y vuelvo | El ruido: un ‘asesino escandaloso’

El ruido del vecino, del de la tienda a altas horas de la noche, el que producen las fiestas clandestinas o el que se exhibe el fin de semana mientras se asea la casa, se ha convertido en un dolor de cabeza. 

Las fiestas son espacios para divertirse.

Las fiestas son espacios para divertirse. Foto: Archivo El Tiempo

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Espero que no sean los años los que me han vuelto así (aunque es probable), pero no soporto el ruido. Y no solo el de la calle, que ya es infernal, o el de una fiesta, que es natural. Hablo del ruido del vecino, del de la tienda a altas horas de la noche, el que producen las fiestas clandestinas o el que se exhibe el fin de semana mientras se asea la casa. 
Todo eso existía en mis tiempos de juventud. En la rumba con los amigos el equipo de sonido tenía que estar a full o no era fiesta. En la tienda, al lado de la universidad, pasaba igual, con juego de rana incluido, con grabadora en el andén o con el carro a todo volumen. Con el paso del tiempo, uno se va dando cuenta de que en realidad lo que estaba cometiendo era una arbitrariedad y que, por muy joven que se sea, hay derecho a la paz y la tranquilidad.
No ponerle atención a esto nos está convirtiendo en una sociedad irascible, intolerante y violenta. Cuando se es joven eso no se nota, porque allí lo que cuenta son los amigos, la fiesta, la alegría y hasta cierto punto, la irresponsabilidad.
Creer que se puede hacer ruido porque vivimos en un lugar privado es una falsa concepción de la definición de privacidad. Sobre todo cuando hoy la mayoría habitamos en torres de apartamentos. Casos se han visto en los que ha habido batallas campales entre vecinos o entre rumberos y es o entre estos y los vigilantes. Discusiones que muchas veces se saldan con el cruce de epítetos, riñas y, en los casos más graves, con violencia que termina con heridos y muertos.
ONU Hábitat ha calificado el ruido en los centros urbanos como un “asesino escandaloso” que está afectando la salud física y mental de las personas. Dice el mismo organismo que el exceso de contaminación auditiva conduce a enfermedades cardíacas y trastornos metabólicos, entre ellos la diabetes, además de los consabidos problemas auditivos, de depresión y ansiedad. Unas 12.000 personas mueren en Europa cada año por “contaminación acústica”, reitera ONU Hábitat.
Por eso hay que tomarse en serio este tema. No son ganas de molestar de unos vecinos que piden a gritos que cese tanta estridencia. Bogotá está ruidosa por el tráfico, las obras, las motos, las bicicletas a motor –con las que parece que ninguna alcaldía puede–; con los negocios, comercios y eventos.
Lo más grave, para volver al tema, es que el ruido se ha convertido en un detonante para la mala convivencia.
Esta semana, en un gran evento que organizó la Cámara de Comercio de Bogotá sobre percepción y seguridad, el comandante de la policía metropolitana, general Gualdrón, reveló que su institución recibe 152.000 llamadas diarias relacionadas con el exceso de ruido; 137.000 por riñas y 74.000 por violencia intrafamiliar, seguramente algunos de estos casos relacionados con este mismo fenómeno.
No se trata de ser mojigatos. Los entornos urbanos son ruidosos por naturaleza. El caos de las ciudades incluye el exceso de decibeles porque se trata de conglomerados en constante movimiento, con variedad de actividades, con una vida agitada, en permanente transformación y con un creciente parque automotor, lo que las hace propensas al bullicio y la algarabía.
Dicho eso, es cuando viene la reflexión sobre qué hacer con el ruido que se puede controlar y evitar, sin que se convierta en una pesadilla para las personas.
Y lo primero que habría que señalar es que hay que reforzar los códigos de comportamiento social. Esa es una tarea que les compete a las alcaldías locales, pero también a las istraciones de los conjuntos y a las juntas de acción comunal. Y para ello, deben contar con la colaboración de las autoridades. 
Esta semana se logró el cierre de una mansión en Usaquén en la que inexplicablemente se toleró durante muchos años que allí se hicieran fiestas a todo volumen, aparentemente con la presencia de menores de edad y el consumo de sustancias alucinógenas. Según los vecinos, pasaron 12 años para que se tomaran acciones definitivas. Realmente absurdo.
Nunca será tarde para ensayar por todos los medios que hay que aprender a convivir sin molestar al otro. Suficiente tenemos con las obras y el tráfico para convertir también en barahúnda nuestros entornos familiares. Tamaña tarea la que les espera a los nuevos alcaldes locales.
ERNESTO CORTÉS
Editor general

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