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Guerra en Cauca: en las escuelas los niños aprenden qué hacer cuando hay ataques con explosivos
Hostigamientos no se veían tan fuertes desde hace 10 años. EL TIEMPO viajó al corazón del conflicto. Las mujeres y niños, los más afectados. El reclutamiento volvió.
—Cúbranse el corazón con las manos cruzadas, pónganse en posición fetal y hagan presión con sus piernas para proteger su estómago, su hígado. Vamos a estar bien. Sus familias están bien si acá lo estamos. Vamos a pensar que estamos en un ambiente tranquilo. Escuchen mi voz —les dice una profesora a sus estudiantes en la Institución Educativa José María Obando de Corinto, Cauca, mientras está en el piso en un salón de clases guiando un simulacro en caso de algún hostigamiento o ataque armado.
El aula está en un segundo nivel. Las cubiertas de metal improvisadas sobre los espacios de las ventanas tienen vestigios de impactos de bala. En una pared de ladrillo cercana de la entrada contaron 144 huecos.
—Estamos a menos de 50 metros de la estación de Policía y somos como sus escudos —sigue la docente.
Hay luto. La semana pasada fue asesinado uno de sus estudiantes: Yhan Esteban Villafañe, de 10 años. Mientras iba desde su casa en Miranda hacia su colegio en un mototaxi con su mamá, Emma Mercedes, de 47 años, fue detonada una carga explosiva que había sido abandonada entre el puente Guengue y el riachuelo Las Cañas. Él murió al instante. Ella se encuentra herida de gravedad.
—Era un niño que nos acompañó a pedir por la paz. Es un golpe duro. Nuestros niños no deberían estar en la guerra —cuenta uno de los profesores que le dictaba clase.
Corinto es un pueblo de no más de veinte calles, caluroso y con los colores de las casas empalidecidos. Todos saben quién lo controla. En varias paredes hay grafitis con una amenaza: “Vidrios abajo o plomo”. Y en otras está la firma de quienes la hacen, “Frente Jaime Martínez, Farc-Ep”. Es un mensaje que se repite en la mayoría de municipios del departamento.
—El problema acá es que uno es declarado objetivo militar —dice una mujer en el pueblo, que pide mantener su anonimato, una solicitud que repite la mayoría de personas entrevistadas para esta crónica.
En el corregimiento de Timba, de Buenos Aires, Cauca, el primero que se pasa por la vía antigua desde Jamundí, tiene las mismas inscripciones en las fachadas. Hay unas hasta en los muros de las puertas del cementerio. En ese lugar, en noviembre del año pasado, la comunidad expulsó a del Ejército Nacional. Había de grupos armados vestidos de civil infiltrados que dispararon.
—La gente no saca a la Policía y a los militares porque quiere, sino porque no quiere quedar en medio de los ataques, nosotros no promovemos la confrontación —explica la profesora, una consigna que se replica entre los caucanos.
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Corinto, Cauca, Colombia. Fachadas con amenazas de las disidencias de las Farc.
Foto:Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
Morales, a 103 kilómetros al sur de Corinto, parece una zona de guerra. El muro blanco en el que está el logo de la estación de Policía tiene cientos de orificios por un ataque a fuego que dejó cinco personas muertas: dos soldados, dos detenidos y un joven indígena nasa. Al costado derecho, hay seis volquetas destruidas. La tolva de una de ellas se desprendió y el motor de otra voló hasta cerca de una casa a 150 metros del lugar. En total, 11 vehículos resultaron afectados.
La protección en malla de la estación permitió que los dos pisos no se vinieran abajo. La suerte no fue la misma para las tres bodegas del lado izquierdo. La primera, que está en la esquina y almacenaba elementos de ferretería, quedó destruida y solo se sostiene de una columna con grietas y un planchón de concreto; la segunda, dedicada a guardar costales de café, no tiene techo y las puertas de tres metros se dañaron, y la tercera, de elementos agroindustriales, quedó sin vidrios.
—Me refugié en un baño de atrás —cuenta uno de los trabajadores de una de las bodegas.
A las 6:08 de la mañana se escuchó la primera detonación.
En dos camiones robados, de placas LPR 085 y ESZ 679, los disidentes instalaron cilindros y rampas como forma de cañones para disparar tatucos, los explosivos que desde hace más de una década se usan en las Farc y se fabrican de forma artesanal.
—Fue algo tan tremendo y sorpresivo que no veíamos desde el 2013 —agrega el empleado.
La primera explosión levantó de la cama a una familia que vive en una casa sobre un morro a 90 metros de la estación.
Cientos de cartuchos y casquillos de bala han sido encontrados en casas de Morales, Cauca.
Foto:Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
—Sentimos que nos elevamos de la cama, nos paramos, abracé a mi hija y salimos al pasillo. En ese momento, se escuchó una segunda explosión y disparos. Abracé a mi hija de 7 años porque necesitaba protegerla. Casi acurrucados salimos de nuestra casa. Cuando íbamos llegando a la puerta, en nuestra sala se habían metido hombres a disparar hacia la estación. El cruce de balas hacia todo lado fue horrible —detalla la madre— la niña quedó nerviosa y ahora cualquier ruido agudo la estremece; uno de mis oídos está roto y mi cuello casi se fractura, según me dijeron los médicos—.
A esa hora, en La Toma, uno de los corregimientos de Suárez —el pueblo en el que nació la vicepresidenta Francia Márquez— se escucharon ráfagas de fusil y disparos inclementes contra una base militar que está en lo alto de una montaña que tiene visión hacia el embalse de la Salvajina. Unos 250 metros hacia abajo están más de 90 casas.
—Los niños iban hacia el colegio y se tuvieron que tirar al piso. Gritamos y unas personas de la Guardia Cimarrona se amarraron unas camisetas y sábanas blancas en la cabeza y ayudaron a sacar gente hasta la iglesia —recuerda una de las lideresas.
Hasta el sábado, según constató este diario en terreno, permanecían recluidas 350 personas, 80 mujeres y 50 niños, en la iglesia cristiana La Samaritana, una casa vieja, que tiene un baño a unos 13 metros con solo dos inodoros, un patio con piso de cemento y una cerca de alambre. Es el único lugar en el que se pueden albergar. Una menor de edad, de 16 años, embarazada, tuvo que ser trasladada a la cabecera municipal ese día porque, —dice la lideresa— por el susto del ataque, se inflamó y comenzó a sangrar. Hoy se desconoce cuál es su estado de salud y el de su bebé.
“Jesucristo dijo: el que bebe del agua que yo le daré no tendrá sed jamás”, se lee a la entrada del salón de unos 40 metros cuadrados. La fachada es azul aguamarina. No hay agua potable. Una manguera extrae de un nacimiento a kilómetros un poco del recurso para llegar hasta el lugar. Tras cinco días confinados, el 80 por ciento de las personas allí tienen problemas estomacales y dolor de garganta.
—No sabemos si fue el estrés, el miedo constante a cualquier ruido o la comida, pero estamos mal —detalla otra mujer de 65 años mientras almuerza.
En ese momento, una niña de 6 años se acerca mientras sostiene el plato de su comida con una mano y con la otra agarra fuerte a su mamá. “Nos vamos para la casa”, repite cuatro veces. Es una afirmación ingenua pues aún no hay fecha de regreso.
—Una tapa de gaseosa se cae al suelo y ella salta a llorar. Una bebé de 9 meses también quedó con una reacción nerviosa tras el ataque. Su casa está a unos diez metros de donde cayó un tatuco. El papá la abrazó y se tiró al suelo, mientras caían ráfagas y se escuchaban disparos —cuenta la lideresa.
—Estamos en medio de la confrontación. La última vez que vivimos algo así acá fue en 2011 para la época en la que mataron a ‘Alfonso Cano’. Los de las bandas ilegales pretenden disparar desde el otro lado de la montaña hacia la base militar, pero ni por más potencia que tengan, los tatucos o disparos no van a llegar, sino que caen sobre nuestras casas y el campo en el que trabajamos. Buscamos que las autoridades hagan un barrido completo y garanticen que podamos volver. Hace dos días, encontramos un tatuco sin detonar. Hay temor de dar un paso en el campo —agrega otro de los hombres confinados.
El ataque también lo vieron los raspachines de coca. —Mientras estábamos raspando, se escucharon las ráfagas sobre los cultivos. Unos nos agachamos e intentamos no movernos. Esperábamos que ninguna bala nos cayera encima —relata una de las mujeres que se dedica a ese trabajo, con botas pantaneras y una pañoleta amarrada a la cabeza, que está esperando un transporte al borde de una carretera después de una semana y media en un cultivo— acá ellos son los que mandan—.
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En el Cauca, hay un toque de queda implícito. Movilizarse después de las cuatro o cinco de la tarde es riesgoso. El único retén militar que se ve es sobre la vía Panamericana a la entrada al departamento. Por ahí es donde circulan los vehículos de carga pesada, que son cazados por caminantes venezolanos para viajar hacia el sur, y los transportes intermunicipales. Algo distinto ocurre en las vías secundarias. Las carreteras están vacías, no hay señal constante de datos celulares y se ven algunas motos y una que otra camioneta blanca de alta gama. También se ven varias fincas y casas en venta.
En los cascos urbanos reina la desconfianza. La gente no menciona a los guerrilleros y prefiere abrir sus locales comerciales a las siete de la mañana y cerrar pasadas las tres de la tarde.
—Uno sirve un almuerzo y no sabe quién está sentado. A uno le toca hacer poco o visual y limitarse a hablar de cosas —cuenta un trabajador de un restaurante en Morales.
—Nos hemos acostumbrado a vivir en medio de la violencia y por eso todo tiene que funcionar, pero lo que ha pasado en los últimos meses nos tiene asustados —puntualiza un profesor en el centro de Suárez.
Vista desde una de las volquetas afectadas por los tatucos disparados por las disidencias de las Farc en contra de la Policía en Morales, Cauca, el lunes 20 de mayo
Foto:Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
El frente ‘Jaime Martínez’, disidencia de las Farc liderada por ‘Iván Mordisco’, es el que mayor presencia tiene en el norte del departamento. No solo las fachadas con grafitis son su muestra de dominancia. Algunos de sus se visten de civil y vigilan los municipios. Saben de forma milimétrica cada movimiento y reconocen quién entra y sale de cada lugar. Mientras buscábamos una dirección, sujetos en moto nos siguieron hasta el parque de Suárez. Cuando le preguntamos a un señor, el hombre se puso nervioso y solo nos pudo decir dos palabras con la boca medio cerrada y la mirada apretada antes de irse.
Es común que a diario suenen las notificaciones de celulares con notas de voz y mensajes a través de grupos de WhatsApp con advertencias. "Tenga cuidado y avísele a su familia porque mañana y este fin de semana van a hacer fiesta", se escucha en uno. Es impredecible en qué momento habrá un ataque. Mientras nos movilizamos entre poblaciones, se registraron hostigamientos en Silvia, Toribío y Caldono.
—Para trabajar, se necesita mostrar una carta de recomendación de la junta que aclare que uno solo se va a dedicar a raspar y debe estar autorizado por ellos (la guerrilla) —explica la mujer que raspa hoja de coca— después de la recolecta, hay que pagarles impuestos—.
Si la guerrilla hace control y el dueño del cultivo no tiene alguna de esas llamadas cartas de recomendación, le pueden cobrar desde 5 millones de pesos por cada trabajador no autorizado. En los lugares de las minas ancestrales cobran 10.000 pesos diarios a cada minero y por cada arroba de café están pidiendo desde 6.000 pesos.
Hay otro asunto que les preocupa a las familias. Los reclutamientos de jóvenes han aumentado.
—Hace unos días se llevaron una niña, de 12 años, de nombre Sofía de una casa a tres cuadras de la estación de Policía —cuenta una vecina de Morales.
—Ahora se ve un reclutamiento blando, en el que se persuade a los niños para que dejen de estudiar. Los convencen con lujos y que pueden cargar armas de alto nivel, y hasta les dicen que les van a pagar un millón de pesos —detalla un hombre en Suárez.
En los municipios y corregimientos que recorrimos, los entrevistados coincidieron en que es algo que está sucediendo con más frecuencia. Pero es un tema del que pocos se atreven a hablar. Registros del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) indican que el 37 por ciento de los niños, niñas y adolescentes que han sido reclutados en el último año son de comunidades étnicas y la mayoría está entre los 11 y 15 años.
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El presidente Gustavo Petro llegó el jueves por la tarde a Morales bajo un estricto esquema de seguridad, tres helicópteros, escudos antibalas y vestido de blanco. Su recorrido duró 18 minutos. Los técnicos antiexplosivos encontraron 24 tatucos y dos cilindros que no explotaron. Uno estalló mientras hablábamos con afectados de una fundación para adultos mayores hipertensos que resultó averiada tras el ataque del lunes.
El mandatario recorrió la estación dañada y habló con una de las dueñas de las bodegas.
—Hablé con el Presidente y me dijo que todo se iba a gestionar con la Alcaldía. Le dije que ojalá no fuera solo una tocada de hombro ni que se olvidaran de nosotros y le pregunté por qué nos dejaron solos —cuenta la mujer.
El jueves 23 de mayo por la tarde, el presidente Gustavo Petro hizo un recorrido de 18 minutos en la zona del ataque a la estación de Policía de Morales, Cauca.
Foto:Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
Después se dirigió a un grupo de unas 60 personas que lo estaban esperando. Había de comunidades indígenas. Una mujer intentó gritar ¡viva Petro!, pero pocos continuaron la arenga. Las personas estaban clamando por ayuda. El Jefe de Estado no avanzó hasta la alcaldía, que estaba con globos, banderas pequeñas y un telón blanco, ni al Banco Agrario, al que le robaron 50 millones de pesos de la caja menor. Cuando se volteó y dio la espalda de camino hacia el helicóptero que lo esperaba, se escuchó una rechifla de descontento. Pero fue escueta y corta, como sin aliento, como de resignación.
—Nos demoramos más esperándolo que lo que estuvo aquí. Quizás por seguridad se tuvo que ir. Pero así pasa con todos. Vienen y se van, y nos quedamos esperando. Hubiera venido Francia (Márquez) al menos —manifestó una de las afectadas.
Ese clamor del jueves se replica como si fuera un eco largo que rebota entre las cadenas montañosas y valles por donde se abre paso el río Cauca.
—Los que perdemos somos los terceros, la población, porque estamos en medio de una guerra que no nos pertenece —dice con firmeza Uriel Chocué, gobernador nasa.
—No deberíamos estarles enseñando a nuestros niños a cómo protegerse de bombas, ataques y ráfagas de balas, ni a cómo no ser reclutados. No es justo con ellos, ni con su vida, ni con nuestra sociedad —agrega la profesora del colegio de Corinto.
En La Toma agregan otra petición.
—Tener la base militar encima de las casas es riesgoso porque no podemos vivir tranquilos —asegura una de las lideresas— De acá se habla solo cuando hay muertes, violencia y conflicto, pero nunca hay soluciones. Muchas veces las acciones del gobierno son lentas. Dicen que en casa de herrero, hay cuchillo de palo. Y eso pasa ahora. Somos una comunidad ancestral que a pocos les importa. Solo pedimos que nos miren—.