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Cuentos de Navidad: Pequeño cautivo en Belén
Este relato de Sergio Ocampo Madrid hace parte del especial de cuentos de Navidad de EL TIEMPO.
Yoséph intenta llegar a la tierra de su infancia junto con su esposa, Maryam, quien está a punto de dar a luz. Sin embargo, acaban retenidos y hacinados con desconocidos que no hablan su mismo idioma. Foto: Gustavo Ortega.
Al principio todo fue oscuridad, y luego también. Despertó con un punzante dolor en la pierna y la duda mortal de no saber si aquello había sido simplemente un mal sueño. Consiguió ponerse de pie, palpó en las tinieblas y encontró una pared. La recorrió de arriba abajo con las yemas de los dedos y le adivinó una humedad infecta y antigua. Respiró hondo y lo invadió ese olor mustio, a salitre, pero también a humanidad hacinada y reducida de miedo, de sentirse inerme ante fieras. Con el olfato y el tacto en alerta, empezó a captar esos susurros, esos lamentos en la penumbra de un espacio cuyas dimensiones no lograba abarcar.
Yoséph aguzó el oído y se le vino a la mente la historia de la torre de Babel, pero no en el momento glorioso en que casi alcanza las nubes, sino cuando fue abatida por la ira de Dios, y solo quedaron escombros y lamentaciones en cien, en mil lenguas diversas. Entre las sombras intuyó estar rodeado de gente, gente que sollozaba, murmuraba, maldecía, pero en idiomas distintos. ¿Por qué se habría enojado Dios en esta ocasión?
Con la voz quebrada, se atrevió a emitir una primera palabra:
—Maryam.
Y luego, sin renunciar del todo a su miedo, la pronunció con más convicción.
—Maryam.
La respuesta fue un lamento difuso, no muy lejano, corto, cauto; ella estaba allí; estaba viva entonces. Se acercó hacia las sombras de donde creyó venía aquella respuesta y se arriesgó a palpar una silueta en la oscuridad. Sí, era ella, o eran ellos. Los dedos trémulos se toparon con la suave y tensa redondez de un vientre.
—¿Dónde estamos, por qué nos tienen aquí? –exhaló ella en una voz que sonó muy cansada.
—No lo sé. No recuerdo nada. Solo que salimos en algún momento de Nof Hagalil, tomamos el camino a Belén, estábamos cerca de Ein Karem y luego todo fue confusión y esta oscuridad. Somos rehenes… no sé de quién.
—¿Es de noche o de día?
—Noche. Creo. Cómo te sientes…
—Estoy bien, pero el niño sí está muy inquieto. Se está moviendo agitado… como anunciando que ya se va a venir. ¿A ti te duele algo?
—Un poco esta pierna. Es como si me hubieran golpeado, pero no hay sangre. Solo dolor.
—¿Y quién es toda esta gente… de dónde salieron… por qué estamos aquí encerrados… qué hicimos?
"Un llanto estalló en el silencio, y la partera alzó al nuevo crío hacia el techo, en un gesto extraño como para que alcanzara el rayo de sol que se colaba por una de las claraboyas".
Venimos siguiendo una estrella, desde lejos, muy lejos. En realidad, aunque hoy estemos juntos, hace unos meses no nos conocíamos. Coincidimos todos en Tabriz, cruzamos juntos el Éufrates, y de allí nuestras caravanas han caminado como una sola para llegar hasta aquí. Se nos han muerto dos asnos, y nos robaron un camello antes de llegar a Aram Damasco. Somos simplemente aprendices de magos, escudriñadores del cielo, y seguidores de Ahura Mazda y su doctrina de la perfección. Cada uno ha seguido la estrella por su propia cuenta, y de acuerdo con arcanos y cábalas nos debe llevar hasta inmediaciones de Belén Efrata. Allí va a ocurrir, este invierno, un alumbramiento de extraordinarios alcances.
—No pueden pasar. Nadie puede pasar. Son las órdenes.
Galgalath lo vio dar la vuelta y se quedó observando las cananas llenas de munición, y la espalda triangular del soldado que se alejó unos pasos hacia la garita al pie de la montaña. Un viento fuerte empezó a soplar, el mismo viento lastimero de la meseta del Golán en los últimos meses del año.
Reunió a los otros dos magos, encendieron una fogata y alrededor discutieron sobre la eventualidad de no poder ingresar en la Canaán antigua, y tener que devolverse cada uno a su patria.
—Hubo un terrible holocausto, con cientos de muertos, en las tierras de la Galilea baja y las estribaciones rocosas hacia el mar Muerto, hasta Jerusalén, y ahora hay un exterminio en respuesta en Gaza. Toda esta tierra está desangrada. Puede durar muchos meses… No es seguro seguir porque luego de Gaza seguirá Cisjordania.
—Regresar no es posible –cortó Serakín–. Sería la primera vez que no llegamos a tiempo. Un mal augurio. Aguardemos… tal vez abran fronteras mañana, pasado mañana.
—Ya debe haber ocurrido el alumbramiento —reclamó triste el tercer mago.
Atrás del morro más alto se vio de nuevo la estrella que los había conducido hasta allí. Titilaba inquieta y pareció quedarse acampando también esa noche en aquella frontera.
***
Con la claridad temprana, Yoséph pudo constatar que se hallaba en un galpón de unas diez varas de largo por otras tantas de ancho. No había mobiliario alguno entre esos muros amarillentos de cal, con un tragaluz rectangular en cada costado por donde se metía con algún esfuerzo un rayo de sol melancólico. La puerta, de madera recia, se veía extraña, en la sensación de que, para atravesarla, hubiera que inclinarse bastante. Había allí una treintena de personas que mantenían su silencio en distintas lenguas. También el silencio tiene sus modos y pronunciaciones. Había hombres y mujeres de pelo rubio, negros azabaches y negros claros, gente con la piel aceituna, como la que tienen los indios, amarillos del extremo oriente; un par de hombres jóvenes llevaban kipás de lana sobre la zona del cráneo donde el pelo se hace remolino. Ellos fueron los primeros a quienes sacaron de mala manera por la puerta pequeña.
Empezaron los interrogatorios, y le tocó el turno a Yoséph. Su miedo inmediato era a no poder responder pues él solo dominaba el hebreo. Lo llevaron bajo un sicomoro, y sin protocolos un tribunal de hombres con mirada fiera y barbas severas comenzó a indagarlo en árabe. Él entendía un poco porque en la niñez departió con chicos árabes en vecindarios como Nimsawi y Maidan.
—Nombre y ocupación.
—Joseph Ben Elí, soy ebanista de profesión.
—¿Dónde tiene morada?
—Nof Hagalil.
—El nombre es Nazareth Illit –y recibió un culatazo en la espalda.
—Está bien, Nazareth Illit, barrio de Januq.
—¿A dónde se dirige y por qué?
—Belén Efrata, mi mujer está en preñez avanzada, y vamos allá para que mi primogénito nazca en el pueblo de mi infancia y de mis ancestros.
No preguntaron más y lo devolvieron a empellones al lugar del encierro. Antes de inclinarse para franquear la puerta, giró la cabeza y les gritó a los hombres sentados bajo el sicomoro:
—Por favor, ella está a punto de dar a luz… Misericordia, por Dios.
Sergio Ocampo Madrid es el autor de este cuento navideño. Actualmente es Coordinador del Taller de Cuento del FCE. Foto:Archivo
Apenas entrado, lo sorprendió en la media luz la imagen de Maryam tirada en el piso de tierra, rodeada de varios de aquellos extraños compañeros de encierro. Había algo de respetuosa excitación en el grupo.
—Rompió fuente; comenzó trabajo de parto –le dijo una mujer en perfecto hebreo y se inclinó suavemente para tomarle la mano. Maryam la extendió temblorosa y en su cara se adivinó un gesto de súplica. Estaba muy pálida, los ojos sin brillo y los labios dolorosamente cuarteados de resequedad.
La luz seguía siendo muy tenue, y había comenzado a hacer frío. La mujer que fungía como comadrona pidió a los cautivos que estaban más cerca hacerse atrás de Maryam para que le dieran calor. Un hombre negro muy grande se situó a la derecha y otros dos, de los de piel aceituna, se sentaron a la izquierda. Yoséph se arrodilló en frente, sin saber qué hacer, a la espera de alguna indicación. En cierto momento la partera se incorporó decidida, golpeó la puerta y gritó en lo que parecía ser árabe a los hombres de afuera.
Yoséph no entendió lo que dijo, pero a los pocos minutos entraron dos barbudos con un aguamanil lleno de un agua más turbia que clara.
Hubo un silencio profundo, largo, tenso, como el silencio previo a crearse el mundo. O a acabarse. Afuera se oía a los hombres parlotear en árabe, una que otra risa, y esporádica se escuchaba una detonación de metralla. Quizás habían ejecutado a alguno de los chicos de kipá porque no regresaron. Adentro, seguía la puja por la nueva vida.
Un llanto estalló en el silencio, y la partera alzó al nuevo crío hacia el techo, en un gesto extraño como para que alcanzara el rayo de sol que se colaba por una de las claraboyas. La luz lo envolvió por un instante fugaz, y su llanto comenzó a atenuarse hasta resolverse en un retozo tranquilo.
Maryam lo acunó y devolvió una mirada de gratitud a la mujer, a los hombres que seguían atrás procurando calor, a su esposo, a todos los que observaban absortos.
Un viejo de ojos rasgados se le acercó y respetuosamente se hincó cerca de la madre, se quitó un collar como de caracoles, que tintineaban alegres, y jugueteó con ellos cerca de la cara del niño, que pareció concentrarse momentáneamente en aquellos sonidos. Luego se lo entregó a Maryam con una sonrisa. Siguiendo el ejemplo, una mujer de rasgos muy finos se quitó un anillo que podría ser de plata, le abrió la mano a la madre y se la cerró con el obsequio adentro. Minutos después, un muchacho se quitó la kufiya de algodón que le cubría la frente, la sacudió en el aire y la extendió sobre el niño para cobijarlo.
—Hay que proteger del frío al rehén más joven del mundo —y sonrió.
Por un instante todos parecieron olvidar el horror de estar encerrados, de poder ser ajusticiados en cualquier momento y una rara alegría le dio tregua al espanto.
***
Justo poco antes de agotar los víveres, abrieron fronteras, y los tres magos viejos consiguieron entrar en Judea. La estrella prodigiosa se volvió a mover y los obligó a un par de jornadas casi al galope. Con algo de ilusión vieron aparecer abajo, en el valle, a Belén Efrata; alcanzaron sus extramuros para detenerse ante el cartelón enorme que en tres lenguas distintas rezaba: “Esta vía lleva a una villa palestina. La entrada a ciudadanos de Israel es peligrosa”.
—Bueno, ninguno de los tres es israelí. Yo soy persa; tú, etíope, y tú, mongol. Para nos no rige la alerta –dijo Galgalath.
Y siguieron a la estrella que redujo su paso para titilar sobre el alto y largo muro que separa a Belén de la tumba de Raquel y del resto de Israel. Pasó muy despacio sobre el campo de refugiados de Aida y se posó finalmente en un establo por Beit Jala, para incrementar su brillo como en un anuncio de gozo, de haber llegado a destino.
Adentro no había nadie. Solo un asno y un buey que comían mansos la hierba reseca dispuesta a un costado.
*SERGIO OCAMPO MADRID - ESPECIAL PARA EL TIEMPO
Escritor y académico. Coordinador del Taller de Cuento del FCE.