La escena me conmueve hasta el alma. Una estudiante universitaria da vueltas, una y otra vez, por toda la estantería de vinos de un supermercado de Bogotá. Busca un vino, quiere vino, le gusta el vino. Busca una botella que le cuente una historia, que la lleve a viajar por un país, por una región, por un terruño… que le dé placer. Pero el bolsillo no da.
Es viernes... Pero ella no quiere irse por la fácil: un destilado barato que la ponga 'happy' y ya está. No. Ella quiere tener esa conversación que el vino te da, bien sea que estés solo con tu copa leyendo un libro o escuchando buena música, o bien, en una mesa llena de amigos a los que adoras.
La escena de esta película que hoy les cuento no termina bien. Al final ella opta por escoger una media. Lo que puede pagarse. Una media que me dolió hasta los huesos. Tanto, que les tengo que confesar que estuve tentado a regalarle una botella que yo habría querido –sin conocerla– que pudiera probar. Me abstuve por miedo a terminar siendo percibido en el incómodo papel de ‘viejo verde’. Es la verdad.
La parte bonita es que ella siguió fiel al vino y se compró lo que podía. Y quiero pensar que tal vez lo hizo entendiendo que una regla sagrada en el vino es que es mejor poquito pero bueno que mucho y malo. Como en la mayor parte de las cosas buenas en la vida: lo que importa no es la cantidad, es la calidad.
¿A quién le cabe en la cabeza que una botella de un reputado champagne cueste 1,6 millones de pesos en un supermercado local, cuando en Estados Unidos vale la mitad o menos?
Cuento esto porque hay que denunciar, una vez más, la enorme estupidez que se ha cometido con el vino en Colombia. Y me refiero a unos impuestos que lo han convertido en un producto de lujo, un producto para ricos. ¿A quién le cabe en la cabeza que una botella de un reputado champagne (vintage 2009) pueda costar 1,6 millones de pesos en un supermercado local, cuando en Estados Unidos vale la mitad o menos? ¿O que un vino del cono sur muy conocido y consumido por los colombianos cueste más de 60.000 pesos, cuando en Bélgica, al otro lado del Atlántico, vale solo 7 euros?
Sabíamos, y lo dijimos incontables veces, que iban a pasar tres cosas: que el vino se iba a volver imposible, que la calidad del vino que tomamos iba a caer al punto de que hoy existen en Colombia etiquetas baratas que no se venden en casi ningún otro país (literalmente: ‘mándame lo más barato que me puedas producir’) y que el fantasma del contrabando iba a volver. Un escenario en el que no gana nadie: ni las rentas estatales ni la cultura del vino.
Y los pocos quijotes que quedan, gente que pese a todo sigue trayendo cosas singulares, se queja de que sus mejores etiquetas tienen que luchar una desigual batalla contra el ‘correo de las brujas’.
Quedan unos cuantos quijotes. Gente valiente que a pesar de todo sigue trayendo cosas singulares. Pero cada vez quedan menos. Y los pocos que quedan se quejan de que sus más significativos aportes a la cultura del vino en Colombia –hablamos de etiquetas importantes– hoy tienen que luchar una desigual batalla contra el llamado ‘correo de las brujas’, otro de los muchos eufemismos de este país que toca traducir: ¡contrabando!
Hay que rectificar esto: por lo que significa el vino en la historia del hombre y del buen beber; por su trascendental aporte a un país que hace rato se perfila como destino gastronómico y porque esa estudiante del supermercado no merece tener que conformarse con lo más bajo de lo bajo, solo porque quienes mandan no entienden que el vino es cultura y que muchos jóvenes quieren entrar a esa cultura, pasar a otro nivel. Pero también, porque estamos tirando a la gente y a las rentas estatales para abajo, y no para arriba, como debería ser. ¡Salud!
Víctor Manuel Vargas Silva
Editor de la Edición Domingo de EL TIEMPO
En instagram: @vicvar2