La verdad es que cada día oigo menos gente que usa esa vieja expresión.
Pero, hasta hace unos cuantos años, en Colombia y en todos los países de habla hispana, empezando por la propia España, la escuchábamos a cada rato, en boca de mamá y de las tías, de la abuelita cariñosa y de los hermanos mayores. Lo mismo ocurría en más de medio mundo.
Para no seguir dándole vueltas a este asunto, y evitar que se vuelva una cantaleta, les digo que me estoy refiriendo a aquel célebre calificativo, “el benjamín de la familia”, también llamado “el benjamín de la casa”, que se aplicaba al hijo menor de un hogar, el más chiquito entre los hermanos, el último de la prole.
Primero que todo, la verdad es que yo no sabía si lo correcto era escribirlo con la imponente B mayúscula, tratándose de un nombre propio, o con una humilde b minúscula. Tuve que consultar en Madrid a la Fundación del Español Urgente (Fundéu), una irable y utilísima dependencia de la Academia Española de la Lengua.
Ellos me aclararon que, como no se refiere a una persona que se llame así, sino al niño más pequeño de una familia o de un grupo, eso lo ha convertido en un sustantivo de uso común y, por lo tanto, se escribe con minúscula. Agregan que, incluso, cuando se refiere a una niña, se puede escribir en femenino: benjamina.
Cómo será, que así hasta aparece ya en el diccionario de la lengua castellana, como palabra común y corriente. Búsquenla y verán.
Muy bien. Aclarado todo el asunto gramatical. Pero ¿y la historia? ¿De dónde viene esa tradición? ¿Cuál es su origen? ¿Quién era ese Benjamín y por qué se le aplica su nombre a cualquier persona?
La Biblia cuenta que Jacob, patriarca y profeta del judaísmo, y nieto nada menos que del legendario Abraham, vino al mundo casi dos mil años antes de que naciera Cristo. Es decir: hoy hace cuatro mil años de su nacimiento.
Jacob tuvo trece hijos con distintas mujeres. De ellos, solo uno fue mujer y varones los otros doce. Fueron ellos, precisamente, los que encabezaron las famosas doce tribus de Israel, de que tanto se ha hablado en la historia.
La Biblia cuenta que Jacob
tuvo trece hijos
con distintas mujeres. El menor de los doce varones se llamaba Benjamín
El menor de todos esos doce hijos se llamaba Benjamín, y su madre era Raquel. Lo más insólito es que, siempre según el relato del Antiguo Testamento, el día en que nació el niño su padre ya había cumplido los cien años. Pero, en cambio, su madre murió después del parto.
Esa misma familia, la de Jacob, participa en varios episodios célebres de los tiempos bíblicos, que, con el paso del tiempo, se convirtieron en hechos históricos.
¿Saben ustedes quién era otro hijo de Jacob? Nada menos que José, aquel personaje que sus hermanos, envidiosos de su éxito como comerciante, y del cariño tan especial que le tenía su padre, se lo vendieron a un mercader. Para ser justos, hay que advertir que Benjamín no estaba presente el día en que ocurrió semejante barbaridad y, por tanto, no participó de ese horrendo comercio.
Pues bien. Desde aquellos tiempos, la gente del mundo entero fue cogiendo la costumbre, mirándose en el espejo de la familia de Jacob, de decirle Benjamín al niño menor de una familia. Ese es el origen de la expresión.
Ahí viene el gato negro
Como ustedes ya lo habrán notado a lo largo de varias de estas crónicas que suelo escribir cada quince días, me apasiona hasta el delirio la costumbre de desentrañar, averiguar, investigar y desbrozar el origen de todo lo que hay en esta vida, como lo hago con las palabras, los proverbios, los animales y las cosas que nos rodean.
A propósito de animales. Un día en que estaba extasiado mirando para la calle, echándoles ojo a los que pasaban por ahí, vi venir un gato extraviado que iba maullando, quizás de hambre o de dolor. Y entonces me hice una pregunta:
¿de dónde habrá salido la mala fama de agoreros y trágicos que tienen los gatos negros?Me puse a buscar y rebuscar. Después de tantos años, y de tantas correndillas, aquí les tengo la respuesta.
Por supuesto, lo primero que les debo advertir, una vez más, es que estas creencias, como lo dicen todos los investigadores serios, no tienen una base racional ni se trata de verdades científicamente comprobadas. Son leyendas, tradiciones culturales, mitos que han sobrevivido a numerosas generaciones, en incontables países y por un tiempo infinito.
Los primeros gatos de que se tiene noticia en la historia provienen de un antiguo antepasado africano que se conocía como “felino silvestre”. En su origen, el gato era un animal salvaje, hasta que, hace unos diez mil años, empezó a ser domesticado por los habitantes del Cercano Oriente, en países como Arabia Saudita, Egipto y Líbano, para que sirvieran no solo como guardianes hogareños sino también para acompañar a las personas. Lo mismo que pasaría con los perros.
El gato se convirtió rápidamente en un animal familiar porque mantenía la casa libre de algunos visitantes indeseables, como insectos y ratas. Hasta que, con el paso del tiempo, el gato entró a formar parte de las tradiciones culturales y religiosas. En el antiguo Egipto, pongamos por caso, había dos diosas que tenían cabeza de gato, una de las cuales era invocada para que trajera riqueza y la otra para que trajera salud.
A partir de entonces los gatos se convirtieron en criaturas tan sagradas que en algunas regiones el hecho de matar a un gato se castigaba con la pena de muerte.
La criatura maligna
Pero esa veneración no se producía solo en países de Asia o de África, sino también en la propia Europa. En los países nórdicos, por ejemplo, entre los noruegos de aquella época, Freyja era la diosa del amor y la felicidad. Tenía un séquito de gatos que la seguía a todas partes porque se creía que ellos traían felicidad al matrimonio.
Todas esas creencias comenzaron a decaer con la llegada del cristianismo. Los historiadores cuentan que, hacia el año quinientos de nuestra nueva era, ya había ganado gran poder entre la gente, y se había extendido por todas partes, el amor a Dios y a Cristo. Las supersticiones fueron condenadas como maldades tramposas provocadas por el diablo.
Entonces fue cuando la gente empezó a creer que los gatos, por ser criaturas nocturnas y sigilosas, eran emisarios del demonio. Sobre todo los gatos negros, porque ese color era sinónimo de fuerzas oscuras, de las sombras y la maldad.
El exterminio
Para esa misma época apareció la leyenda según la cual si ibas caminando y un gato negro se atravesaba en tu camino, era el tétrico anuncio de una tragedia que te aguardaba en los próximos días.
Eso ocasionó una histeria colectiva en Europa, hasta tal punto que, según una excelente investigación que encontré en internet y que, infortunadamente, no tiene el nombre de su autor, en el siglo quinto de esta era cristiana se produjo un exterminio de gatos negros en todos los países del Viejo Mundo, en cada ciudad, en las aldeas pero también en las grandes capitales.
Lo grave es que, como ya no quedaban casi gatos, se multiplicaron las ratas que le pegaron a la gente la peste bubónica, que ocasionó millares de muertes. Vean ustedes cómo son las cosas de la vida y los designios del destino.
En esas andábamos cuando Cristóbal Colón descubrió América en el año de 1492. Con él llegaron colonos y conquistadores cargados de supersticiones que se regaron por el Nuevo Mundo, entre ellas el miedo a los gatos negros, y aquí, en estas tierras de magia y de leyendas, nació la creencia de que los gatos negros eran las brujas disfrazadas y los presagios no solo de tragedias, sino también de la mala suerte.
De balde
Ahora les pido que me dejen hacer memoria por un momento. Recuerdo que hace unos cuantos años, en una de mis crónicas que se publicó en estas páginas, yo les dije que otro día hablaríamos del verdadero origen de la expresión “de balde”, que se ha generalizado tanto y que desde hace años se oye en todas partes.
De balde, como todos sabemos, que también puede ser en balde, significa que no tiene costo, que es gratuito, o, también que no tiene motivo o causa, o que algo se hizo en vano o no produjo resultados.
Sí, perfectamente. Pero ¿qué tiene que ver un balde con todo eso? ¿De dónde viene dicha expresión, si el propio diccionario de la Real Academia dice que su origen es incierto? Entonces, ¿qué relación puede haber entre un recipiente que se emplea para llevar líquidos y algo que no se cobra porque es gratuito?
Pues bien: según las investigaciones más meticulosas y cuidadosas, todo parece indicar que su procedencia se encuentra en el idioma árabe, como tantos otros vocablos de la lengua española, ya que más o menos cinco mil palabras de nuestra lengua tienen ese mismo origen árabe.
Epílogo
Resulta y pasa que en árabe la palabra ‘balde’ se pronuncia balid y significa exactamente eso: lo que no tiene precio o no produce consecuencias. En los últimos años se ha logrado demostrar que de allí mismo procede la expresión ‘baldío’, aquel terreno que no se labra ni se cultiva, pero también se refiere a un esfuerzo que no ha producido resultados.
Pero en los años más recientes unos nuevos investigadores de la lengua castellana insinúan que balde podría haberse originado en un término exactamente igual, tomado de la antigua lengua portuguesa y que traducía lo mismo: lo que es gratuito o lo que se hace con resultados inútiles.
Y, para terminar, les tengo otra pequeña curiosidad del lenguaje: la despedida adiós. ¿Cuál es su origen? Resulta que en la antigüedad, cuando unos amigos ya se iban, existía la costumbre de decir: “A Dios te encomiendo”, o “a Dios le pido que te cuide”. Pero con el paso de los años la vida comenzó a volverse tan acelerada que toda esa cariñosa alocución se les hizo muy larga, y el sentido práctico resolvió resumirla. Quedó comprimida, simplemente, en adiós.
Así, pues, que ya les pagué aquella vieja deuda que había contraído con ustedes, amigos lectores. ¿Se fijan que la espera no fue en balde? Pero sí fue de balde.
JUAN GOSSAIN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO