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Hitler, el seductor, explorado en un libro
'Considérations sur Hitler' emprende una exploración sobre por qué los alemanes se dejaron cautivar.
Un amigo editor hace algunos años me contó que una de las casas editoriales más importantes de París se preguntaba si editar o no el libro peor escrito y más siniestro de la humanidad: Mein Kampf, de Adolfo Hitler. Cualquier libro se convierte en patrimonio universal después de los 70 años de la muerte de su autor.
Por esta razón, el Instituto de Historia Contemporánea de Múnich (IFZ) también se había adelantado en realizar una edición especial compuesta de casi 3.500 pies de páginas, con el fin de explicar las desquiciadas tesis de Hitler. Al parecer, con lo que no contaba el afamado instituto era que el ladrillo intelectual de su edición, destinado en principio a especialistas, se vendiera como pan caliente en Amazon Alemania. La prensa sa llegó incluso a rumorar que el gobierno de Ángela Merkel había intentado bloquear las ventas en internet para evitar una euforia neonazi contra la ola de sirios que llegaban al país.
Para la misma época me encontraba leyendo el libro del alemán Sebastian Haffner, Considérations sur Hitler, en el cual se sacrifica la erudición extensa de los pies de página para pasar directo a una fácil explicación al lector sobre cómo fue la evolución política de Hitler durante los casi 12 años de su reinado. El Hitler de las páginas de Haffner se mantiene firme bajo tres objetivos: uno, reparar la dignidad alemana, perdida durante la Primera Guerra Mundial; dos, conquistar al mundo, y tres, pegarse un tiro justo cinco minutos antes de que todo su proyecto expansionista se viniera abajo.
Haffner basó su análisis en la lectura de la correspondencia, los discursos orales, los testimonios y las parrafadas histéricas del único libro escrito por Hitler: Mein Kampf. Haffner señala que Hitler confesó abiertamente, en su libro, su intención vengarse algún día por la humillación impuesta a Alemania en el Tratado de Versalles. Hitler consideraba que Alemania se había rendido muy rápido en la Primera Guerra Mundial y por eso juró que, una vez en el poder, jamás se volvería a repetir esa situación. El sentimiento de revancha y un profundo odio lo animaron a soportar los innumerables fracasos políticos y personales, hasta convertirse por elección popular en canciller.
Por qué los alemanes se dejaron seducir por Hitler es la primera gran pregunta que nos puede responder Haffner en su análisis. Para el pueblo Alemán, Hitler fue el hombre milagroso que apareció en medio del infierno económico y político de la posguerra, época en la cual Alemania pedía a gritos a un líder capaz de reestablecer el orden. Y Hitler prometía no solo orden, sino también devolver la dignidad nacional con una sola condición: tener el poder total de cada una de las instituciones alemanas.
Por eso se inventó ese halo glorioso en el cual ni sus más cercanos colaboradores conocían sus verdaderos pensamientos o sus verdaderos estados de ánimo. Hitler se asumió a sí mismo como un hombre indispensable e irremplazable. Y se los hizo creer a los demás. Haffner, como historiadores especialistas sobre la Segunda Guerra Mundial, ha coincidido en afirmar que su éxito durante los primeros años de su gobierno radicó en el potente impacto psicológico por las consecuencias de la “milagrosa” reactivación económica de los años 30.
Adolfo Hitler Foto:AFP
De la noche a la mañana, los alemanes tenían trabajo y todo el mundo podía comprar ese carro con apariencia de insecto, Volkswagen. La estrategia económica no la inventó Hitler, sino que ubicó al estratega del milagro, Hjalmar Schacht. Haffner, nos recuerda que si Hitler no hubiese hecho la catástrofe humana, tal vez hoy sería considerado como uno de los grandes líderes de la historia alemana.
Hitler pensaba que la historia universal era la expresión del instinto de conservación de “razas” y que el objetivo de cualquier Estado es vigilar la preservación de seres humanos de rasgos físicos igualitarios a través del único medio de imposición territorial, es decir, una política exterior basada en el poder militar. Para Haffner, este discurso es coherente con el principio expansionista de Hitler.
Sin embargo, su política agrega un nuevo componente cuando Hitler comienza a manipular el hoy satanizado concepto de “raza”. Por extraño que parezca, Hitler nunca definió qué era una raza y lo confundía como un sinónimo de “pueblo”: por eso hablaba de raza judía, raza aria, raza alemana. Pero tampoco definió realmente qué era un ario: ¿Arios eran solo los alemanes? ¿O todos las personas de piel blanca excepto los judíos (blancos)?
Significado de un concepto
Lo primero que aclara Haffner es que Hitler le cambió el significado a un concepto tan corriente para la época para diferenciar la apariencia de los seres humanos. Haffner advierte que Hitler recurría al empleo del “valor racial” para apelar solo a la cualidad positiva de un reducido grupo. De esta idea de cualidades positivas dentro de la sociedad alemana, por ejemplo, nace su primer gran crimen contra la humanidad, que, ¡ojo!, no fue contra los judíos: sino contra los propios alemanes. El 1.º de septiembre de 1939 dio la orden por escrito –una de las pocas que se conservan– para esterilizar y matar a más de 100.000 enfermos mentales y minusválidos de los hospitales y sanatorios alemanes.
En su libro, Haffner desmantela la supuesta elaborada teoría de Hitler y afirma que la tal lucha de los “pueblos” era verdaderamente una lucha en el interior de la “raza” blanca: de los arios contra los judíos. Hitler tampoco recurrió al cliché sobre los judíos como los asesinos de Cristo y repetía hasta el cansancio: ¡no son una religión!
Sin embargo, como lo señala Haffner, Hitler obviaba que el primer elemento unificador en el interior de los judíos es, precisamente, el carácter religioso. Hitler consideraba que los judíos eran en esencia “internacionalistas”, una “raza” incapaz de formar un Estado convencional por carecer de un territorio, pero cuya solidaridad económica y política trascendía las fronteras mundiales, lo cual impedía su proyecto de ocupación.
En el ocaso de su reinado, Hitler cometió su última canallada antes de pegarse un tiro en la boca: entre el 18 y 19 de marzo de 1945 ordenó la muerte del propio pueblo alemán, ya que, como lo evoca Haffner, “fue débil y el futuro pertenece a los pueblos fuertes del Este, además solo los mediocres están vivos, y los mejores ya están muertos”. Un armisticio, una rendición, una llamada telefónica desde el búnker, donde se encontraba acorralado, hubiese salvado unos cientos de alemanes. Pero Hitler no lo hizo.
Luego llegaría la liberación, y el mundo se enteraría con cuentagotas de que los muertos de Hitler no eran simples crímenes de guerra. Y es cuando comienza un nuevo horizonte para la legislación de qué es y no es la guerra. Hasta después de morir como un perro, Hitler puso al sistema judicial mundial de los vencedores en un terrible aprieto moral. Hasta antes de Hitler, nuestra historia no había tenido el precedente de muertes en masa, organizadas desde el Estado para “desinfectar” a la especie humana de lo que ellos consideraban una raza biológicamente inferior.
En el juicio de Núremberg en Jerusalén, por primera vez la guerra y las acciones militares fueron calificadas como crímenes. Y comenzó a elaborarse la protección jurídica hacia las minorías y el rechazo contra cualquier forma de esclavitud y de discriminación. Se replantearon conceptos como “frontera geográfica”, “Estado”, “guerra”, “raza”, “género”. Se normalizó el uso de pasaporte. Se aceleró el proceso de descolonización de Francia e Inglaterra en África y Asia.
Y se escribió una cantidad de letra menuda, en acuerdos, en tratados, en constituciones de muchísimos países, para recordar que somos una especie violenta, egoísta, estúpida e incapaz de vivir sin leyes que limiten nuestra intolerancia e “inteligencia” para justificar crímenes atroces.
Pero la joya de las consecuencias de los hechos de Hitler es que, irónicamente, se aceleró negativamente el proyecto sionista de Theodor Herzl. Porque sin la persecución de Hitler contra los judíos no hubiese existido el acuerdo colectivo entre las potencias europeas para la creación del Estado de Israel.
La lectura del libro de Haffner me hizo pensar en eso que Stefan Zweig repitió hasta el cansancio en su libro El mundo de ayer, escrito justo antes de la finalización de la guerra en Europa. Zweig afirma que las grandes catástrofes políticas se gestan progresivamente, de manera escondida y separada. El atropello hacia un solo individuo, sin ningún tipo de rechazo por los ciudadanos, marca el comienzo contra los abusos hacia toda la colectividad que ese individuo representa.
Tengo un amigo gringo en París con quien me gusta hablar los fines de semana porque sale con conclusiones raras, como que la teoría de género es una conspiración lesbiana extraterrestre. Departiendo unas cervezas en esos bares del barrio de Belleville, donde la puerta del baño lo conduce a uno al mismísimo infierno, le exponía este mismo argumento que ahora les estoy diciendo. Tras escupir el primer trago de una cerveza Belfort, me dijo la primera cosa sensata desde que lo conozco: “El pueblo siempre necesita un hp que los haga cagar, para después reflexionar”. Coincidencialmente, en el televisor sin volumen, Trump saludaba a una masa entusiasta.