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Irene Vasco, la escritora tardía de pluma inagotable

Más de 37 libros publicados y la creación de una biblioteca en Tolú,  credenciales de esta mujer.

Irene Vasco, escritora y formadora de lectores, posa junto a nueve de los más de 37 libros que ha publicado desde que se inició en el camino de las letras a sus 40 años.

Irene Vasco, escritora y formadora de lectores, posa junto a nueve de los más de 37 libros que ha publicado desde que se inició en el camino de las letras a sus 40 años. Foto: Milton Díaz / EL TIEMPO

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Pasa a simple vista por ser común y se presenta como tal, pero no lo es. Comenzó a escribir alrededor de los cuarenta y sigue a sus 72 años produciendo relatos renovadores, inteligentes y sin las consabidas y antipáticas moralejas. 
Su madre, música brasilera de origen europeo, fue –entre muchas cosas más– una de las pioneras de la televisión infantil nacional; su tía, motor del teatro universitario. Sus abuelos paternos que provenían de la exantigua Unión Soviética, afincados en Bogotá desde los años cincuenta, dejaron idiomas y costumbres esparcidos por distintos espacios y su padre fue la persona más poderosa del sanedrín del presidente Virgilio Barco. Con esa familia, imposible no destacarse.
Irene Vasco Moscovitz tiene un matrimonio feliz de 53 años, tres hijos, seis nietos. Publicó su primer libro de literatura infantil cuando aceptó trabajar fuera de casa empujada por su madre, Silvia Moscovitz, a quien le parecía inconcebible que su hija viviera feliz en su casa, ocupándose de los suyos, del hogar y no contribuyera al desarrollo intelectual de su medio.
Ese debut literario de Irene fue exitoso. Su ingenio y creatividad se volvieron sus mancuernas. Sus cuentos y narraciones han sido bien recibidos por distintas editoriales y la han hecho una de las autoras colombianas más reconocidas en esa franja poblacional que cambia con rapidez. Literatura que es cada vez más competida. “Para permanecer allí hay que renovarse no solo en ideas sino en el uso del lenguaje”, dice Irene. Condiciones que ella incorpora a su escritura.
Además de ser autora con ventas apreciables, algunos de sus libros han sido traducidos al inglés y otros se han vendido en países vecinos. Sin embargo, las regalías, quién lo creyera, son franciscanas.
Y si bien las compensaciones monetarias no han sido las que esperaba, su producción literaria la ha vuelto promotora de lectura y tallerista a la que le sobra público que la reconoce y la sigue como discípula aventajada del flautista de Hamelin.

Su hada madrina

Tal como aparece en alguna de sus historias y en las que se cuentan o se transmiten de boca en boca, a Irene Vasco le cambió la existencia una de sus amigas de infancia, quien sería su primera editora y alentadora permanente para que no fuera a colgar la pluma hasta que se convenció de que lo suyo era la escritura y de que se dedicaría a cultivarla por encima de cualquier otro interés.
Esa amiga es Margarita Valencia. Cuando leyó los primeros cuentos que Irene escribía y guardaba por si acaso, le propuso publicarle Salomón y la peluquera en Carlos Valencia Editores –editorial que regentaba en compañía de su padre–. Y de ahí en adelante vendrían otros hasta que esa editorial cerró sus puertas.
En esos años la literatura infantil era un mercado local modesto porque no era muy popular comprarles libros ni a los jóvenes ni a las niñas y si se hacía se acudía a autores extranjeros. Los nombres de Triunfo Arciniegas, Celso Román, Jairo Aníbal Niño, Ivar Da Coll, Fanny Buitrago, Yolanda Reyes y Pilar Lozano brillaron en solitario durante algunos años.
“Esta es mi historia. Me casé con un ingeniero, recién salí de bachiller del Liceo francés. Nos fuimos a vivir a Maracaibo durante ocho años, con dos hijos muy pequeños: a mis 20 años nació mi primer hijo y a los 21, el segundo. Y en Venezuela mi hija María del Sol. Luego, estuvimos un par de años en Estados Unidos, donde mi marido hizo un posgrado. Cuando regresé a Colombia mi mamá me insistió para que aceptara un trabajo que le ofrecían a ella, como programadora infantil en la casa cultural Rafael Pombo. No se cansaba de repetirme: ‘estás desperdiciando tu vida, tienes que trabajar’. Sus palabras retumbaban en mis oídos y en mi conciencia, pero no hacía mucho por darle gusto”.
Silvia Moscovitz no cejó en su idea. Era sustantivo que Irene saliera de las cuatro paredes de su hogar, como lo hicieron ella y su hermana Dina. Desde que llegó a Colombia, Silvia dictó clases de canto a particulares y fue profesora de los conservatorios de las universidades de Tunja y de la Nacional. Se desempeñó como fonoaudióloga y ayudó a muchos actores a mejorar su dicción. También fue una de las encargadas de nutrir la programación infantil en los primeros años de Inravisión con programas como Caracolito infantil y el Taller del búho y estuvo involucrada en la actividad cultural de la capital que se estrenaba en estas lides. Su hermana Dina hizo lo propio con el teatro universitario y con proyectos culturales diversos.
Las dos hermanas Moscovitz conocieron a sus maridos en París. Silvia se casó con Gustavo Vasco, quien fue, además de político destacado, cofundador en los años ochenta del Teatro Nacional, con la inolvidable Fanny Mickey. Por otra parte, Dina se casó con el intelectual Jorge Gaitán Durán, creador y director de la fundamental revista Mito.

Librera y escritora

En ese ambiente creció Irene Vasco. Sus casas en el barrio Quinta Mutis y en el centro de Bogotá fueron el espacio de reunión de la bohemia bogotana en los años sesenta y de ahí en adelante.
Su madre la llevaba a los estudios de Inravisión, siendo una adolescente, para que la asistiera en esos programas en los que se derrochaban creatividad, humor y música para entretener a quienes se estrenaban como televidentes. Y fue allí donde Irene se aficionó con los libros que las editoriales le regalaban a su madre, para que ella les hiciera propaganda y los repartiera entre su público, a escondidas los leía.
Después de su paso por la Casa Rafael Pombo, Irene acompañó a unas amigas de su madre en la creación de la Librería Espantapájaros y del proyecto cultural dedicado a los jóvenes y a la niñez del norte de la ciudad.
Al poco tiempo se quedó con la librería y los talleres los manejaba Yolanda Reyes. Cuando llegó la crisis de los noventa quebró y le tocó vender. Aunque perdió la inversión económica, esa experiencia fue una escuela para afianzar su pertenencia al mundo intelectual de los sin cédulas.
“Los libros que se publican para esta franja son el resultado de un trabajo de equipo: además del escritor, el o la ilustrador (a) y el o la editor (a) son claves. Tal vez en esta relación que aprecio y cultivo se centra parte de mis éxitos, así como en la atención que en el exterior han recibido mis historias. Una editorial norteamericana compró los derechos de mi primer libro: Salomón y la peluquera y con las ganancias me regalé un Mont Blanc que había deseado toda la vida. Gané plata con algo que escribí, me repetía. El siguiente libro es el que más éxito ha tenido, ha ganado premios, y se sigue vendiendo muy bien. Conjuros y sortilegios. Son recetas mágicas y ¿quién no quiere hacer magia?”, se pregunta.

A la orilla del mar

Los Vasco Moscovitz tuvieron casa veraniega en las afueras de Tolú. “Mi padre compró una tierra hace mucho tiempo, y poco a poco se desmontó y se construyó una casa. Hemos querido mucho ese lugar. Nos fuimos con mi esposo un año antes de pandemia, a vivir frente al mar. Una idea muy romántica. Nos quedamos allá con el covid-19, pero nos tocó cambiar de opinión y vendimos la casa porque llegaron foráneos y la tranquilidad se acabó. Ya no quiero ser ni rural ni hippy ni marinera, sino citadina y disfrutar de mis nietos. Uno de ellos, Emiliano, estudia Comunicación en la Javeriana. Trabaja para mí ‘porque las abuelas pagan bien’ ”, dice Irene que el nieto asegura ante propios y extraños.
La Biblioteca La Alegría en Tolú la construyó con el poco dinero que pudo salvar de la librería Espantapájaros y ha sido un placer desde que la inauguraron: dotarla y ponerla en funcionamiento. Han pasado 24 años desde el día en que su proyecto nació en la casa de Carmen Antonia, una vecina. Con el paso del tiempo toda la comunidad se ha involucrado. En el 2008, vecinos compraron el lote de al lado y construyeron una casa muy bonita, a la que se le hizo sala de lectura infantil, otro espacio grande en el segundo piso con mesas para trabajar y sala de computadores.
La biblioteca está a cargo de Carmen Antonia, pero en muchas oportunidades se atiende sola. Los estudiantes van a hacer las tareas ahí, otros van a leer. Los mayores también pasan horas y entre otras cosas aprenden a usar los computadores que se han recibido como donación, así como tabletas y muy buenos libros.
Por lo menos ya son dos generaciones las que han utilizado La Alegría, la sienten como propia y muy orgullosos de lo conseguido en lo que han contribuido por lo menos una vez en sus vidas: limpiando, pintando, arreglando las tablas, el techo. La biblioteca ha transformado a esta comunidad. No hay drogadictos ni delincuentes ni embarazo de adolescente. “No aceptamos libros en idiomas extranjeros ni tampoco de políticos ni religiosos”. Cuando la “bibliotecaria” no puede estar, las llaves pasan de mano en mano. Algunas veces se han refundido y la biblioteca ha quedado abierta por unos días, pero no ha pasado nada.

Las bitácoras y los talleres

Esa disciplina con la que construyó la Biblioteca Alegría es la misma que Irene utiliza en la investigación y escritura de sus libros.
“Hago cuadernos con el esqueleto de los libros, con las páginas, con los títulos, con el principio y con el final. Las bauticé bitácoras porque son mi guía. Cada libro tiene una. Dejo consignado todo el proceso, desde que se me ocurre la idea, luego cuando se la presento al editor y a quien hará las ilustraciones y va hasta que sale de la imprenta. Mis hallazgos para las historias los imprimo, así como las referencias que voy encontrando y las pego. Son notas y notas, todo con fechas. Unas voluminosas y otras menos, pero es la constancia de la ruta que ha de recorrer cada relato”, comparte entusiasta Irene. Otra de sus actividades en las últimas décadas ha sido su presencia en los barrios populares en Cartagena, en el Hay Comunitario y en veredas remotas o cercanas a donde llega siempre con su vara mágica y todo tipo de ayudas para “encarretar” a los jóvenes y a la niñez con la lectura.
Una hora de trabajo ya sea por la mañana o por la tarde, con sol, lluvia, viento, frío. Su intención es “despertar el apetito por los libros, sin producir hartazgo. Lo que no estudié en la universidad lo he aprendido en estas décadas de lectura, de invención, de promoción. Nacen muchas historias de las experiencias mías y de las que me relatan los asistentes”.
Su deseo ahora es escribir sobre La Odisea, no sabe bien qué será o no lo quiere decir para que no haya malos presagios sobre su idea. Lo cierto es que está sumergida en las historias de los griegos, tomando muchas notas, oyendo conferencias en francés y en inglés sobre ese mundo que quiere asir para poderlo comunicar.
Siempre que comienza un proyecto se repite que no se puede volver un estereotipo de sí misma. Uno de sus grandes temores es el de no repetirse, no calcarse. Sus autores jóvenes nacionales preferidos son Jairo Buitrago y Rafael Yockteng, que trabajan juntos; Marcela Velásquez de Medellín y una ilustradora, Olguita Cuéllar, con la que tiene pensado un libro nuevo. Irene Vasco Moscovitz estira de su cuerda que va para rato, sin duda alguna.
MYRIAM BAUTISTA
ESPECIAL PARA EL TIEMPO

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