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Noticia

'En agosto nos vemos', una historia de fidelidad y perdón / El lenguaje en el tiempo

El columnista celebra que la novela de García Márquez haya visto la luz, esta fue su lectura.

El lenguaje en el tiempo.

El lenguaje en el tiempo. Foto: Istock Images

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Dicen que al final de su vida Tomás de Aquino dio la orden de quemar toda su obra. Lo que había escrito le parecía nada ante la grandeza de Dios, cuando ya estaba a punto de entregarle su alma. Su desobediente secretario preservó su obra y se empeñó en difundirla. Se trataba nada menos que de la Suma teológica, que ocho siglos después sigue siendo fundamental en los estudios eclesiásticos. Así ha pasado con otros escritores, entre ellos con Gabriel García Márquez, y su novela En agosto nos vemos. El autor había dicho: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo” (p. 8), pero no solo no fue destruido, sino que se sometió a restauración, como el “lienzo de un gran maestro” (p. 133).
El estilo neobarroco de GGM se ve en la adjetivación emocional, tipo Borges, “amores atolondrados” (p. 78), “moralismo medieval” (p. 72), “asedios seniles” (p. 79), y alargada, “cabello de azabache absolutamente aplanchado con gomina y con la línea perfecta en el medio” (p. 61). Lo poético está más presente en los primeros capítulos: “En el segundo trago ella sintió que el brandy se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su corazón” (p. 25). Con el fondo de Claro de luna, de Debussy, Ana Magdalena Bach, la protagonista, ve “la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca”, como lo vio Walt Disney en Fantasía, antes de que Mickey Mouse llegara a jalarle la manga al director de la orquesta.
Como en La siesta del martes, una mujer va al cementerio. En el cuento el viaje es en tren, y en la novela, en un transbordador que la lleva a Cayo Coco (p. 89). En el cuento la mamá va a visitar la tumba del buen ladrón de su hijo, y en la novela, Ana Magdalena va a contarle las novedades anuales a su mamá. En el cuento, la mujer tiene un desagradable cruce con el cura, dueño de las llaves del camposanto, y en la novela, Ana Magdalena tiene un agradabilísimo encuentro con un obispo, como en el Pájaro espino, aunque más adelante el escándalo se desinfla.
La música está presente. Se oye el susurro del concierto de piano de Grieg (p. 41), los boleros de Agustín Lara al estilo de Chopin (p. 43), tal vez el Ave María de Schubert (p. 45), quizá un Cómo fue de Elena Burke (p. 61), lo más sexi de Fausto Papetti (p. 65) y Siboney (p. 117), acaso cantada por Omara Portuondo. Cuando una altanera y pretensiosa mujer atraviesa la pista de baile, se puede evocar a La bikina, como se puede evocar también La llorona, por el huipil que viste primero Ana Magdalena y después su hija, Micaela.
¿Errores? A “lo borró con el codo” le falta la primera parte (“lo que escribió con la mano”) (p. 83); “las colillas que él sabía que encontraría flotando” (p. 49) debe ser “las colillas que (ella) sabía que él encontraría flotando”, y “el salón era bueno para estar rico” (p. 61), quedó en borrador, pues eso de “estar rico” es ajeno al estilo de GGM.
Se trata de una historia de fidelidad y perdón. La última frase de la novela es clave para interpretarlo así.
FERNANDO ÁVILA
Experto en lenguaje y creación literaria
Para EL TIEMPO

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