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Johnny Ventura: 'El Merengue puede ser una cosa muy seria'

Esta es la entrevista de Leonardo Padura con 'El caballo mayor' en 'Los rostros de la salsa'.

Johnny Ventura, cantante de merengue y salsa.

Johnny Ventura, cantante de merengue y salsa. Foto: John Gurzinski. AFP

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Los melómanos son curiosos e impertinentes, quieren saberlo todo del género que aman y no descansan hasta encontrar lo que buscan. Las crónicas del caribe se han hecho a través de las canciones y eso lo sabe bien Leonardo Padura, un escritor que le ha tomado el pulso a un género que ha sido discutido desde su nacimiento, a comienzos de los años 70.
A través de varias charlas con sus protagonistas, Padura (autor de novelas como 'El hombre que amaba a los perros' o 'Adiós, Hemingway') presenta en 'Los rostros de la salsa' (Editorial Tusquets) un retrato de personajes legendarios de la música caribeña como Cachao López, Papo Lucca, Juan Luis Guerra, Rubén Blades, Willie Colón, Johnny Pacheco,  Juan Formell y, entre otros, el gran Johnny Ventura.
"El caballo mayor" falleció el pasado miércoles 28 de julio, y gracias a la generosidad de Tusquets y Editorial Planeta, aquí está un fragmento de su charla con el escritor cubano en el que explica el nacimiento del merengue.
Discurso 1, o todo lo que usted deseaba saber y nunca se atrevió a preguntar sobre el merengue
Pues me atrevo: ¿qué cosa es el merengue y cómo tú llegas a él?
Mira, chico —como dicen ustedes los cubanos—, pues te cuento que el merengue tiene su origen en los campos de mi país, cuando tratábamos de lograr la independencia de Haití, en la primera mitad del siglo XIX. En aquella guerra peleó el coronel Fonseca, que como era músico decidió crear un ritmo que identificara a nuestras tropas y sirviera para alentarlas en el momento de la batalla. ¿Una buena idea, no? Aquel ritmo tenía algo que complacía a la gente y los identificaba, y pronto fue mucho más que una marcha de combate. Pero al terminar la guerra se queda allí, en los campos, y empieza a cobrar fuerza hasta hacerse una música típicamente rural por mucho tiempo. Pero como la gente se movía constantemente y emigraba mucho a las ciudades, su influencia no se detiene sino que llega a las poblaciones aunque les entra por sus costados, por los barrios más populares. Sin embargo, al llegar a las ciudades aquel merengue montaraz se ve contenido por la tumba curazoleña, que era el ritmo preferido de los dominicanos de finales del siglo diecinueve. Ya para esa época, uno de los presidentes de la nación, el licenciado Francisco Ulises Espaillat (1876), había prohibido la difusión, el baile y la ejecución del merengue, pues consideraba que no era apto para figurar en la sociedad: le parecía demasiado rudo y vulgar. Pero aquel decreto llegó tarde: ya en ese entonces el merengue era demasiado popular y no fue posible detenerlo ni siquiera por la fuerza de las leyes. Mientras, la alta sociedad, que estaba habituada a la tumba, que era de otros lugares de las Antillas como las islas holandesas, seguía ajena al merengue. Al fin llega el siglo veinte y le cabe la gloria a Luis Albertí Hernández, después de la intervención de Juan Espínola y Pancho García —que fueron los primeros en ir al campo y a los barrios a recoger esa música—, de modernizar el merengue y hacerlo un género totalmente popular. Aunque ellos tres (Albertí, Espínola y Pancho García) fueron contemporáneos, la diferencia que existía entre ellos es que mientras estos últimos transcribían lo que escuchaban, Luis Albertí trabajaba sobre ese material y hacía su propia música, sus propios arreglos, y la llevaba por primera vez al pentagrama.
'Los rostros de la salas', de Leonardo Padura, de Editorial Tusquets.

'Los rostros de la salas', de Leonardo Padura, de Editorial Tusquets. Foto:Archivo particular

Ahí comienza la historia urbana del merengue... Son los finales de la década de 1920 y así el merengue empieza a convertirse en una música urbana, aunque todavía limitada a los barrios populares, porque la alta sociedad sigue sin aceptarlo. Pero Luis Albertí con su orquesta, que era la banda más importante de los años 30, empieza a llevarlo a los grandes salones, aunque haciendo la concesión de no tocarlo con sus instrumentos típicos, como es la tambora, porque se trataba de un instrumento rústico, hecho con cuero de chivo, así medio «pelú», y daba vergüenza entrarlo a los grandes salones, y por eso se utilizaban las baterías de percusión internacionales. Y así se mantiene el merengue, medio transfigurado, hasta que llega la época de Trujillo, un dictador que gobernó durante treinta y un años y con mano muy fuerte al país...
Trujillo, como todos los dictadores, tenía su retórica populista y buscó un ángulo que lo hiciera simpático, y ese lado fue su nacionalismo, que entre otras cosas le sirvió para acunar al merengue. Incluso sus campañas políticas se hacían a ritmo de merengue y empezó a darle cierta importancia, al punto de que a las fiestas a las que él asistía había que tocarlo obligatoriamente. No hay más remedio que itir, entonces, que gracias a Trujillo es que el merengue empieza a romper las barreras que tenía dentro de la alta sociedad, porque a nivel popular seguía creciendo su auge. Sin embargo, entonces sucede algo que para mí fue un estancamiento: el merengue, que originalmente tenía en sus bases rítmicas la tambora y el güiro, que es el único vestigio musical de nuestros aborígenes en dicho género, tenía también en su formato las cuerdas, guitarra y tiple; pero con la llegada a la República Dominicana del acordeón bitónico alemán sustituyeron las cuerdas por este instrumento y a partir de ahí empezó a ejecutarse con el acordeón. Y ese formato tenía muchas limitaciones, y provocó que durante largo tiempo el merengue fuera ejecutado siempre en el mismo tono, y se redujeron sus posibilidades de creación y difusión.
Pero déjame volver a Trujillo, porque la ‘generosidad’ de los dictadores suele ser de doble filo. En su época los compositores no recibían paga por sus obras, y sin embargo, cuando hacían una pieza que ensalzaba a Trujillo y a su régimen, pues entonces el Partido Dominicano, que era el que lo sustentaba, les daba algún dinero. Eso, lógicamente, despertó deseos de escribir un tipo de merengue, pues era la única forma de recibir algo por escribir música; pero, al mismo tiempo limitó la creatividad, porque casi todo lo que se cantaba eran loas al Jefe, como le llamaban a Trujillo, que además era aficionado a un tipo específico de merengue y los compositores y los intérpretes también se plegaron a este modelo para halagarlo.
Finalmente, en 1961 ejecutan a Trujillo y la República Dominicana se lanza eufóricamente en busca de la democracia, y en ese instante es cuando a mi generación le toca llegar al merengue y empezamos a hacerlo ya sin las ataduras del régimen trujillista, y casi espontáneamente, por puro reflejo de reacción, comenzamos a cantarle a la epopeya, al amor, a la vida, cantos jocosos, canciones de niños, en fin, un merengue bastante libre. Con merengue, por ejemplo, festejamos el intento revolucionario de 1965, y con merengue fuimos a las barricadas cuando se produce la intervención norteamericana. Y musicalmente, ya con nosotros se marca un nuevo hito, porque a partir de ahí se libera la forma de baile, la interpretación es más creativa y empezamos a hacer cosas que gracias a Dios han perdurado hasta hoy y le han servido de base a los jóvenes valores de mucho talento que han surgido posteriormente.
***
Cuando Johnny Ventura me preguntó, «Bueno, ¿me dijiste que con ésta terminamos?» tuve que asentir y dar por concluida la entrevista. Mi asombro ya se había calmado bastante y aunque deseaba hacerle un par de preguntas más que se me habían ocurrido durante la conversación, comprendí que hubiese sido demasiado. Johnny sólo me estaba proponiendo que apagáramos la grabadora para seguir hablando con un trago en la mano y, además, lo que tenía en mis cintas desbordaba con mucho lo que yo pensaba obtener del más reconocido y empecinado merenguero dominicano de los últimos treinta años.
Cuando llegué a su hotel, en Cancún, a las once de la mañana, esperaba hacer una entrevista «trepidante y de fácil penetración», como el merengue, pues lo que traía en la mente era la actuación de Johnny Ventura que había visto un par de días antes: en el escenario, al frente de su grupo, aquel hombre convertido en una maquinaria de cantar y bailar merengue durante casi dos horas, arrebatando a un público que se ponía a sus pies, y en especial a unas mujeres que asentían cuando Johnny Ventura decía que «él es un negrito casi lindo», o las halagaba con el más rebuscado y prolongado piropo que he escuchado, dicho, además, a la velocidad que impone el merengue: «Dios bendiga las manos que portaron el machete con que hicieron el hoyo donde sembraron la semilla de la que nació el árbol del que cogieron el palo con que hicieron el cabo del martillo con que clavaron la cuna donde tú naciste, mami». Y me preguntaba: ¿este músico podrá ser el mismo hombre que aspiraba a la alcaldía de Santo Domingo?
(…)
Post-scriptum
Casi a las tres de la tarde y dos tragos después, abandoné la habitación de Johnny Ventura totalmente convencido de que este príncipe del merengue es de los artistas que llegó para quedarse en la crónica sentimental y en la historia verdadera de la música latinoamericana. El que aún no lo crea, que me diga el final.
Cancún, 1991
LEONARDO PADURA*
Cortesía Editorial Planeta

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