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Malcolm Deas, el gran intérprete de Colombia

Semblanza de uno de los historiadores colombianistas de mayor prestigio, fallecido el 29 de julio.

Malcolm Deas fue profesor en la universidad de Oxford desde 1966 hasta su retiro en 2008.

Malcolm Deas fue profesor en la universidad de Oxford desde 1966 hasta su retiro en 2008. Foto: Fernando Ariza. Archivo EL TIEMPO

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“¿Cómo está la república?” era siempre su primera pregunta cuando lo visitaba en su modesta casa en el barrio de Jericho, en Oxford, colonizada por los libros desde la puerta de entrada hasta el último rincón de la cocina, o cuando pasaba por su apartamento de Bogotá, donde los lomos en la biblioteca alternaban con retratos históricos –la fotografía del ‘Negro’ Marín, el general liberal de la guerra de los Mil Días, a quien dedicó un ensayo– o cuando recibía una de sus postales, escritas en una letra fina y diminuta que más parecía una serie de ideogramas chinos.
El carácter y la salud de la república fueron siempre la obsesión de Malcolm Deas. Su última publicación, cuando intuía que no tenía más que unos meses de vida, fue el ensayo Los colombianos, inspirado en los escritos de Norbert Elias. Y allí nos vuelve a preguntar: “¿Qué tipo de nación es Colombia?”.
Nos conocimos hace casi cuarenta años, cuando yo estudiaba en la Universidad de Oxford. Había asistido con unos mexicanos a una conferencia de Carlos Fuentes, quien en esa época deslumbraba con su retórica como un orador griego en la Roma del siglo primero a las audiencias inglesas, en ese entonces aún prácticamente intocadas por la literatura latinoamericana. 
Luego mis amigos me llevaron a almorzar a su college, Saint Antony’s, y me sentaron en la mesa de Malcolm. Como cualquier bogotano, me preguntó por mis apellidos, y cuando le dije “Caro”, se le iluminaron los ojos. En ese momento estaba investigando lo que más tarde sería su ensayo Miguel Antonio Caro y amigos: Gramática y poder. Le pareció una coincidencia graciosa, y que estuviera estudiando griego.
Cuando intuía que no tenía más que unos meses de vida, fue el ensayo Los colombianos, inspirado en los escritos de Norbert Elias. Y allí nos vuelve a preguntar: “¿Qué tipo de nación es Colombia?”
El interés de Malcolm por esos extraños gramáticos-gobernantes de finales del siglo XIX era el de un antropólogo que intenta dilucidar las reglas de una sociedad incomprendida y tal vez incomprensible. Y era parte de una indagación más amplia sobre lo que, siguiendo a Constant, podríamos llamar “la posibilidad de una constitución republicana en un gran país”. 
Nadie como él nos ha puesto de presente “la improbabilidad de Colombia”: el hecho de que en unas tierras aisladas y vastas y montañosas y sin lazos con el comercio internacional, y por tanto pobres y con un Estado “famélico y escueto”, echara raíz una república que, con todas las dificultades, mantuviera casi constantemente un gobierno civil y se convirtiera con el tiempo en una democracia moderna. ¿Por qué?

Entusiasmo republicano 

Por la rápida politización de Colombia, decía, por el entusiasmo con que sus gentes de todas las clases y condiciones se entregaron al proyecto republicano. Malcolm, que venía él mismo de provincia, tuvo un interés especial en la capacidad de la política nacional de alcanzar el mundo rural, y en los políticos de provincia que hacían de piñones de ese reloj. 
Sus escritos están llenos de anécdotas que muestran la sorpresa de extranjeros y citadinos ante la propiedad con que la gente del campo hablaba de política en el primer siglo de la república. (Y quien participe hoy en una reunión comunitaria en la Colombia más profunda oirá ecos de esa extraordinaria elocuencia.) 
Sergio Jaramillo, filósofo, filólogo y político. Ex comisionado de Paz y diplomático.

Sergio Jaramillo, filósofo, filólogo y político. Ex comisionado de Paz y diplomático. Foto:EFE

Siempre se maravilló de la capacidad de los gobiernos colombianos de hacerse sentir con tan pocos recursos y prácticamente sin ejército, y a veces hasta de cambiar las cosas. Recuerdo nuestras discusiones de los logros de López Pumarejo en las circunstancias más adversas, que documentó luego en todo detalle el estupendo libro de Francisco Gutiérrez sobre la República Liberal. La buena política compensa muchas cosas.
La otra cara de esa moneda fue siempre, lo sabemos, la violencia, su otra preocupación. Malcolm, que fue él mismo un hijo de la guerra –su padre fue un oficial del ejército británico; su padrastro, un oficial de la armada–, se interesó por todas nuestras guerras y por las memorias de quienes las combatieron.Cómo se evapora un ejército de Ángel Cuervo, sobre la campaña de 1860, era uno de sus libros favoritos. 
(Añadamos aquí que no fue un simple coleccionista de libros y que nunca tuvo una biblioteca de exhibición. Fue más bien un pescador de perlas, un lector de textos perdidos en los que encontraba pedazos de vidas pasadas que iluminaban mejor la historia que cualquier historiador. La descripción de J. M. Phillips de la batalla de La Humareda, que encontró en un panfleto y luego usó en un prólogo, es un ejemplo). 
Escribió extensamente sobre la violencia en Colombia para darle un marco de comprensión, y con María Victoria Llorente editó un libro para ayudar a “reconocer” la guerra que se estaba librando (y que hoy tantos han olvidado). Pero fue más allá. 
Motivó una reflexión en el interior de los gobiernos sobre cómo enfrentar la violencia, basada en parte en la experiencia británica. “Los ricos se pueden defender, los pobres en cambio necesitan protección”, le dijo hace unos meses a La Silla Vacía
En el gobierno Gaviria asesoró la Consejería de Seguridad, trajo expertos y apadrinó a una generación de jóvenes, con la convicción de que los civiles deben asumir su responsabilidad. Pocas ideas han tenido más impacto en la conducción de la seguridad en Colombia. Era un convencido de que para cambiar las cosas había que primero desmenuzar los problemas, diseñar políticas, y sobre todo perseverar: el “dele, dele, dele”, decía. De ahí una parte de su aprecio por Barco, por la sana terquedad con la que se ponía un objetivo y no soltaba el hueso hasta lograrlo. 
Al comienzo del gobierno Uribe hizo lo mismo, alentando una reflexión sobre cómo recuperar el control territorial en momentos en que el país parecía irreparablemente fracturado
Al comienzo del gobierno Uribe hizo lo mismo, alentando una reflexión sobre cómo recuperar el control territorial en momentos en que el país parecía irreparablemente fracturado. Ese es el origen de su iración hasta el final por Álvaro Uribe: su convicción de que sin los avances en seguridad y la desmovilización simultánea de los paramilitares, el país hubiera caído en una guerra civil, y que en todo caso no se hubiera logrado un acuerdo de paz. 
Hubo matices. Cuando Uribe mostró su lado despótico pretendiendo quedarse en el poder en 2010, y más aún cuando emprendió su campaña de demolición del Acuerdo de Paz, Malcolm tomó distancia. Pero a contracorriente de las etiquetas políticas, se declaró “uribista-santista”: veía una misma línea histórica de avance de la nación. 
Pocos como él entendieron el Acuerdo de Paz. Lo veía como un cierre histórico y un cambio cultural: “el Acuerdo no ha resuelto todos los problemas, pero sí acaso el más importante: la violencia política”, dijo. Y también como una oportunidad y un desafío: “El reto para los gobiernos nacionales en el futuro es de gobernar todo el país, y no solo las partes privilegiadas”. Que es lo que es el Acuerdo, un gran ejercicio de inclusión territorial. 
Con su mirada estratégica de la historia, siempre pensó que parte del problema era Bogotá: el aislamiento y la indolencia –por no decir la decadencia– de los gobiernos nacionales frente a los conflictos territoriales, como de hecho hemos visto en la implementación del Acuerdo. 

La alerta sobre el populismo

Entendió que el fin del conflicto representaba un quiebre y exigía una nueva agenda de reformas, una visión del futuro que la política no estaba en capacidad de producir. Y con clarividencia alertó ya en 2014 que era necesario “contemplar la posibilidad de una nueva ola populista. Uno debe recordar que los populismos... nacen de sorpresa. Nacen acompañados de protestas. Nacen para llenar un vacío”.
En ese reclamo de una visión se encontró con Daniel Pécaut, el otro gran intérprete de Colombia, quien luego del Acuerdo lamentó la falta de movilización nacional y dijo lo mismo: “El problema es que Colombia nunca ha tenido una visión de nación”. Malcolm y Daniel, que no podían venir de lugares más distintos, fueron amigos y se respetaron como se respetan las inteligencias de verdad.
Entendió que el fin del conflicto representaba un quiebre y exigía una nueva agenda de reformas, una visión del futuro que la política no estaba en capacidad de producir
Habría mucho más que decir: sobre los libros que escribió y también sobre los que no –el gran libro del siglo XIX que siempre cargó dentro de sí y que nunca vio la luz: “soy perezoso”, decía–, o sobre las generaciones y generaciones de colombianos que pudieron formarse en Oxford y luego formar a otros en Colombia, o sobre tantas cosas más.
Me quedo con el ejemplo de sus últimos meses. Su comportamiento fue sencillamente socrático. Impedido como estaba por una enfermedad que le hacía la vida diaria miserable, jamás levantó su voz para quejarse y guardó hasta el final su inconfundible humor. “¿Qué tiene de malo convertirse en un adicto a la morfina a mi avanzada edad?, me decía. 
Los países también son lo que entienden que son. Malcolm fue nuestro intérprete y nuestra conciencia. Y fue, sobre todo, el mejor amigo que Colombia ha tenido. Qué falta que nos va a hacer, qué falta que ya nos hace Malcolm Deas. 
SERGIO JARAMILLO (*)
PARA EL TIEMPO
(*) Ex comisionado de Paz en el gobierno de Juan Manuel Santos (2010- 2018).

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