“Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mi vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento”.
(Si quiere escuchar una adaptación sonora de esta historia, puede hacerlo aquí):
Así versa el final del primer poema que Fátima leyó en su vida. Aquel que habla de una princesa que vio una estrella y se la quiso quedar. Los libros eran uno de sus pasatiempos preferidos. A sus 12 años les prometió a sus papás que sería doctora y así los curaría de todas las enfermedades. A simple vista parecía una adolescente, pues medía 1.67 metros y era más robusta que la mayoría de sus amigas, pero sus ojos tenían la inocencia de una niña.
Fátima vivía en una comunidad de 300 habitantes en la parte alta de la carretera de Naucalpan-Toluca, ubicada en el Estado de México. A pesar de estar en uno de los estados más peligrosos para las mujeres mexicanas, con más de 100 feminicidios reportados en 2018, parecía que este pequeño poblado se mantenía alejado de la violencia que lo rodeaba. En sus calles todos se conocían. Algunos incluso desde niños. La tarde del 05 de febrero de 2015, la pequeña de 12 años se fue a la secundaria como todas las mañanas. El día parecía normal.
A las 2:15 de la tarde, hora en la que generalmente regresaba de la escuela, nadie pudo ir por ella a la parada del autobús. Fátima solo tenía que caminar un llano enmarcado por casas que conocía desde niña. No eran más de 20 minutos por el sendero. Pasó más de una hora y Lorena, su mamá, sintió una punzada que solo una madre puede entender. Algo le decía que su hija no estaba bien. En el pequeño camino que Fátima tenía que recorrer, tres de sus vecinos la interceptaron. Le faltaron 12 metros para estar a salvo.
Ser mujer en México es un riesgo. Y ser niña también lo es. De 2013 a mediados de 2018 se tiene el registro de 89 feminicidios de menores de 18 años en algún punto del territorio mexicano, de acuerdo con información entregada por las diferentes fiscalías de los estados. Pero estos datos solo muestran una versión diminuta de la violencia que viven las niñas en México. En lugares como Aguascalientes, por ejemplo, el feminicidio fue tipificado apenas en agosto de 2017, por lo que solo tienen abierta una carpeta de investigación; todos los asesinatos que ocurrieron en años anteriores, que involucran la muerte violenta de una niña o mujer, y que por tanto deberían catalogarse como feminicidios están perdidos en investigaciones catalogadas de otra manera.
Ser mujer en México es un riesgo. Y ser niña también lo es. De 2013 a mediados de 2018 se tiene el registro de 89 feminicidios de menores de 18 años en algún punto del territorio mexicano
El problema “es que no se habla de feminicidio infantil, se habla de homicidio de niñas. Además de que hay una ausencia de datos desagregados”, explica Sofía Cobo Téllez, investigadora del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe).
Las pocas cifras que hay dan fe de una saña incontrolable. La víctima más joven que está en estos registros es una niña de dos años que fue asesinada el 23 de octubre de 2017 en Mexicali, Baja California, por un traumatismo craneal, es decir que alguien golpeó con tanta fuerza su cabeza que logró dañar su cerebro.
Las bajas sentencias que reciben los asesinos, la falta de investigación y la poca empatía que encuentran las familias en los Ministerios Públicos son los grandes diques que tienen que romper para intentar que se haga “justicia” en sus casos. Aunque para la mayoría está claro que esto nunca llegará, pues alguien más decidió arrebatarles la vida a sus hijas.
La noche cubrió la autopista
La voz de Lorena es pausada. En cada palabra se escucha el dolor permanente al recordar la forma en la que le arrebataron a su pequeña compañera. “La luz de su casa” se apagó sin que se lo esperara y sin que pudiera hacer algo para evitarlo. Su mente rememora y la última vez que escuchó la voz de su hija fue cuando la menor entró a su cuarto esa mañana y le dijo que tenía que irse a la escuela o se le haría tarde. Ocho horas después ya no volvió.
A las 3:40 de la tarde comenzó el peor día de la pesadilla. Fátima no regresó de la escuela. Nadie entendió la desesperación de Lorena cuando salió a buscarla. Bajó corriendo un llano de aproximadamente 300 metros; en el trayecto sus ojos intentaban enfocar a su hija. No había nada. Ella se fue por el camino principal, mientras que su hijo Daniel, de entonces 11 años, corría por otra de las calles preguntando por su hermana. Cuando Lorena llegó al primer punto del camino se detuvo para observar una pequeña casa que era la última al bajar y la primera al subir. Ahí tenían que haberla visto.
Desde la entrada logró ver a un joven de 17 años, a quien ella conocía desde niño, y que vivía su hermano mayor. Le preguntó por la menor y el negó haberla visto. Fue a buscar a una compañera de Fátima y cuando le dijo que regresaron juntas y que esa pequeña casa al inicio del camino fue el último punto en el que se separaron, su corazón de madre comenzó a acelerarse cada vez más y a presentir lo peor.
Ambas volvieron y ahí estaban ambos hermanos. Luis N. y el menor sostenían su versión: ninguno había visto a Fátima. Pero su compañera los enfrentó y aseguró que ellos y otro hombre la vieron e incluso le comenzaron a chiflar. Todo comenzó a tornarse obscuro en la mente de Lorena. Ya no era solo un presentimiento, sabía que alguien había lastimado a su hija.
El problema 'es que no se habla de feminicidio infantil, se habla de homicidio de niñas. Además de que hay una ausencia de datos desagregados', explica Sofía Cobo Téllez
La voz se comenzó a correr: “se robaron a Fátima”. Las campanas de la iglesia repicaron. Todos los vecinos salieron a buscarla. En los matorrales, en un río cercano, en las alcantarillas. El nombre de Fátima resonaba en las calles. Lorena recorrió los mismos pasos que su hija y ahí, a escasos 12 metros de la casa en la que preguntó por ella, encontró la sudadera que la menor llevaba puesta. En el frente tenía una mancha de sangre. Entre el pasto estaba el poco dinero que tenía y un cuchillo ensangrentado.
Regresaron otra vez a la casa de los dos hermanos. Un tercer hombre salió corriendo por la puerta trasera y huyó hacia el bosque. El joven de 17 años intentó hacer lo mismo, Lorena se interpuso en su camino, pero su fuerza era mayor y la empujó hacia atrás. En sus manos llevaba la mochila de Fátima.
Lorena corrió tras ellos pero los perdió de vista. Mientras ella recuperaba el aliento, la comunidad entera rodeaba la casa para que no saliera el único hombre que estaba adentro y que amenazaba con que nadie entrara. Los gritos no detuvieron a Lorena; entró sosteniendo su última esperanza: que tuvieran retenida ahí a Fátima. Recorrió cada habitación y nada. Llegó a la parte de atrás y encontró una imagen que le decía todo. La ropa de los tres hombres en un charco de lodo y sangre.
La búsqueda siguió. Los pobladores se dividieron. Una parte se quedó en la casa, otros fueron en búsqueda de los que huyeron y la familia siguió buscando a Fátima. A las 5:30 de la tarde encontraron rastros de sangre en una zanja. Era un hoyo en la tierra que medía alrededor de 1.20 metros de profundidad. Lorena brincó sin pensarlo y solo alcanzó a ver la pequeña mano y el tenis de una niña. La sangre coagulada era como un punto que marcaba el lugar en el que la habían asesinado. Las fuerzas se le terminaron.
Las bajas sentencias que reciben los feminicidas, la falta de investigación, la ausencia de perspectiva de género son los grandes diques a romper para impartir justicia
El tiempo empezó a correr sin que Lorena sintiera su paso. Su mente estaba bloqueada y con lo poco que le quedaba llegó hasta la orilla de la carretera. La noche empezó a cubrir cada kilómetro del poblado. A sus espaldas se desataba el mismo infierno. Sus hijos y su esposo llegaron a ser testigos de lo que le habían hecho a Fátima. “A mi hija estos cobardes, misóginos, la destrozaron”, clama Lorena con el dolor y rabia en su voz.
Llegó la primera ambulancia de Naucalpan y les confirmó que Fátima estaba muerta. Después vio una a una a las patrullas. Los vecinos lograron capturar a los tres hombres y el coraje irradiaba de cada uno de los pobladores. Los tres fueron golpeados hasta que Lorena les perdonó la vida y se los entregó a las autoridades. Al día de hoy se arrepiente.
En una hora Fátima sufrió un dolor indescriptible. Su cuerpo era la prueba del odio y la misoginia. Le hicieron una cortada de 10 centímetros en la mejilla, en el cuello, le fracturaron la clavícula, los tobillos, las muñecas, le abrieron las entrepiernas 10 centímetros cada una, le hicieron una herida de 30 centímetros en el pecho, la apuñalaron 90 veces, le sacaron un ojo, le tiraron todos los dientes, la violaron vaginal y analmente y como ella seguía luchando le tiraron tres piedras en la cabeza, una de 36 kilos y dos de 32. En palabras de su madre, “la trataron como basura”.
Casi cuatro años después, la justicia no llega. Uno de los presuntos responsables está en proceso; otro tiene una condena de 73 años y el que era menor de edad saldrá libre en el 2020 porque no puede estar más de cinco años en el tutelar por la edad que tenía cuando cometió el feminicidio. Mientras tanto, la familia Quintana quedó rota.
Todos tuvieron que huir de su hogar por las amenazas en su contra. “Desde el momento que asesinan a mi hija, asesinaron a toda mi familia. Jamás vamos a volver a ser los mismos, lo vamos a intentar porque tenemos derecho a volver a empezar, pero somos una familia de desplazados, porque a nosotros nos balacean nuestra casa y nos amenazan de muerte dentro de las salas de audiencia”, cuenta Lorena
Dos cambios de casa, pérdidas de trabajos, de escuelas, de oportunidades y del “sol de su casa” no los ha hecho renunciar a la búsqueda de justicia para Fátima, pues saben que miles de familias en México comparten su dolor y conseguirlo es un pequeño paso para que la paz llegue también a ellos.
EL UNIVERSAL - GDA
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