Las muy malas cifras de la coca en el 2021 —la mayor área con narcosiembras y la mayor producción de cocaína desde que se llevan registros— exigen de todos, empezando por el Gobierno, una mirada comprehensiva y alejada de apasionamientos políticos y, sobre todo, basada en realidades concretas.
La primera es que son varias las regiones que están literalmente nadando en coca, a pesar de todas las estrategias aplicadas en las últimas tres décadas. Y segundo, que esa cadena del narcotráfico que empieza allí donde hay sembrados de coca representa la mayor amenaza para la seguridad del país y es motor de todas las formas de delincuencia. En 2021 el país llegó a las 204 mil hectáreas de coca, que se convirtieron, según las mediciones del sistema Simci —las oficiales para el Estado colombiano—, en al menos 1.400 toneladas de cocaína. Si se tiene en cuenta que las incautaciones del alcaloide en el mismo año estuvieron sobre las 622 toneladas, eso significa que los narcos pusieron en las calles de Colombia y del mundo casi 800 mil kilos. Fortunas ilegales que mueven la corrupción y crean burbujas económicas, pero sobre todo miles de muertos, muchos de ellos en venganzas por el control del microtráfico, son parte del balance que nos deja la hasta ahora imbatible realidad de ser el país con más coca en el mundo. Hoy, tenemos más narcocultivos que a finales de los 90, cuando se vivía el peor momento del conflicto armado y cuando el Estado parecía arrinconado por narcos, ‘paras’ y guerrillas. ¿Cómo leer entonces que a pesar de que en estos 20 años largos el país haya sido capaz de poner fuera del mapa a los carteles más grandes y a los ejércitos irregulares que eran más funcionales al negocio —Farc, protegiendo los cultivos y Auc, controlando los principales puntos de salida de la droga del país—, el narcotráfico siga gozando de tan ‘cabal salud’? Este domingo, en entrevista con este diario, el ministro de Justicia, Néstor Osuna, insistió en la tesis ya conocida mundialmente del presidente Gustavo Petro sobre el fracaso de la erradicación forzada (y en general de toda la lucha contra el narcotráfico). También señaló la baja implementación del acuerdo de paz, la precaria presencia del Estado en los territorios con más coca y las condiciones de pobreza endémica de las poblaciones donde persisten las narcosiembras. Y dijo que la fumigación área con glifosato nunca sirvió y que “tuvo, como consecuencia no deseada el aumento de los territorios con coca: los cultivos disminuían en el Putumayo, por ejemplo, pero aumentaban significativamente en Nariño y así en otros lugares del territorio nacional”.
Todos argumentos potencialmente correctos, pero parcialmente ciertos.
Del mar de coca de comienzos de siglo, gracias a la estrategia combinada de debilitar a los grupos irregulares, ofrecer alternativas de vida a la población cocalera y usar la erradicación forzada y la fumigación, el país logró pasar a 47.778 hectáreas en 2012, la quinta parte del área actual.
En este tiempo hubo fallas en los programas de sustitución, sin duda. Históricamente nuestro Estado ha fallado en la tarea de llevar desarrollo y oportunidades a las periferias, lo que sigue abonando la presencia de los poderes ilegales.
Pero en todo este tiempo, también, no hubo más fumigación aérea y la erradicación terrestre llegó a sus mínimos, a punta de bloqueos y asonadas y de la amenaza de las minas antipersona y los francotiradores.
Desconocer esa parte de la película puede ser políticamente rentable, pero irresponsable. En materia de seguridad y narcotráfico, se lidia con personas de carne y hueso, no con ángeles. Las soluciones de Estado deben partir no de correcciones políticas sino de las realidades. Ya pasó en el Catatumbo, el enclave de coca de mayor crecimiento del país en la última década, donde miles de personas que sembraban recibieron, después de un paro cocalero del 2013, millonarios recursos del Gobierno Santos para sustituir los cultivos. Allí sí recibieron la plata, pero de todos modos la coca siguió creciendo porque el Estado no envió nunca la señal de que la decisión de acabar con la mata iba en serio.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET