Anuncia el mindefensa, Iván Velásquez, que la meta de erradicación forzada para 2024 será de 10.000 hectáreas, la mitad de la mediocre meta del 2023 (20.000) y poco más de la séptima parte del área de narcocultivos arrancada en el 2022. Argumenta el Gobierno que es una profundización de su política de no arrinconar a los miles de familias que viven de la coca, que se concentrará en los que se conocen como cultivos industriales (las grandes plantaciones de los narcos) y que intensificará las operaciones de incautación de cocaína, que el año pasado marcaron (como viene pasando sostenidamente hace casi una década) un nuevo récord.
En el papel, suena razonable. Pero esos planteamientos, seguramente bien intencionados, se estrellan con la realidad de lo que se vive tanto en esas zonas del país donde se concentran las narcosiembras como en las calles de Colombia y del exterior, donde aunque hay más incautaciones está circulando más alcaloide que nunca antes en la historia.
El Gobierno sigue sin meterles acelerador a los programas de sustitución de cultivos: el año pasado, según fuentes de Antinarcóticos, no hubo plata para nuevos proyectos. La mayoría de recursos se fue a cumplir los compromisos anteriores con 96.000 familias que dejaron la coca gracias al acuerdo de paz, y este año no han arrancado los planes piloto de Tumaco y El Plateado, en Nariño y Cauca.
Según cuentas de la ONU, el país llegó a 230.000 hectáreas en 2022, la cifra más alta registrada en esa medición, y el potencial de producción de cocaína superó las 1.700 toneladas. Sí es cierto que el año pasado fue histórico en incautaciones (731 ton.), pero también que las más de mil toneladas que llegaron a los mercados de Colombia y el exterior también son inéditas. Y esto pasa porque hay más área con matas, porque esas matas son hoy más maduras –y por lo tanto más productivas– porque llevan años sin ser atacadas y porque los narcos que financian los cultivos de los campesinos invierten también en tecnología para sus cosechas.
El informe de Naciones Unidas muestra que el 82 % de la coca se concentra en zonas como Putumayo, Nariño, Cauca y el Catatumbo, que tienen características en común: ubicación geográfica estratégica (cerca de fronteras o del mar); una institucionalidad débil o ausente; dominio casi pleno de grupos armados y, ojo, lo que llama “mejora en los procesos productivos”: “Los cultivos presentan altos niveles de eficiencia y encadenamiento productivo completo: desde lotes de alto rendimiento hasta especialización de productores”.
El rumbo actual de la ‘paz total’ no permite ser optimistas frente a la posibilidad de que esos miles de familias que viven en las periferias puedan tomar una decisión libre de alejarse de la coca. Lo que muestra la experiencia –no solo acá: los talibanes en Afganistán promovieron la siembra de amapola (la base de la heroína) durante toda la guerra tras el 9-11, hasta que finalmente se tomaron el poder en 2021– es que los grupos armados aprovechan la mínima ausencia de control para instrumentalizar a las comunidades hacia una mayor producción de droga. Los cuestionados ceses del fuego de la ‘paz total’ y la Fuerza Pública pasiva frente al crecimiento de cultivos ilegales son, en muchas regiones, la cara más visible de esa ausencia de Estado que, casi ineluctablemente, equivale a más coca.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En X: @JhonTorresET
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