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Mapiripán: así ha sido su dura historia en medio de la guerra
Este municipio sigue ligado a masacres paramilitares, un secuestro masivo y el abandono estatal.
Mapiripán. Su nombre se deriva de un vocablo indígena de la comunidad de los Guajibos. Hasta mediados del siglo XX fue un corregimiento de San Martín, Meta, y un punto estacional para colonos que navegaban el río Guaviare.
Ese nombre, hermoso como la sabana y la selva que lo componen, solo ha estado en las páginas de los periódicos y las emisiones noticiosas de radio y televisión por el devastador paso del conflicto armado.
Allí, sobrevivientes y nuevos pobladores luchan para no dejarse vencer de la falta de Estado. Como en casi todos los pueblos olvidados de Colombia, la Fuerza Pública termina siendo la única presencia gubernamental estable.
Este municipio, el tercero más grande en extensión a nivel nacional, tiene una historia digna de una serie épica. En los registros públicos está consignado que un grupo de pilotos alemanes y un estadounidense se asociaron para ocupar la gran extensión de terrenos baldíos, que luego tomaron forma de hacienda. El clima y el difícil no les hicieron fácil acomodarse.
Para 1963 llegó Gilberto Alvira, quien les habría comprado una parte sobre el río Guaviare, selva adentro, a la que bautizó Puerto Alvira (hoy corregimiento de Mapiripán) y que se convirtió en un punto intermedio de transacciones a mitad de los años 60 y la década del 70.
El paso del tiempo y el recuerdo de la violencia. Foto:Milton Diaz / EL TIEMPO
Así, los makuses y los sikuanis debieron acostumbrarse a los blancos y a ver cómo los iban desplazando de su territorio ancestral. En 1969 Mapiripán fue reconocido como Inspección de Policía y en 1989 se convirtió oficialmente en municipio. Pasó a ser la puerta de entrada, por tierra y río, al triángulo selvático del Guaviare, Vichada y Guainía.
Pero su suerte, ligada a la violencia, se selló en los años 70 cuando el mundo se adentró en una de las peores pestes que ha afrontado la humanidad con el cultivo, procesamiento y comercialización de cocaína.
Este municipio pasó de ser una trocha ganadera, a una de las rutas predilectas para traficantes de droga y luego para la movilidad de los grupos armados ilegales. Las Farc inicialmente, luego el devastador paso de los paramilitares y hoy las disidencias de la guerrilla.
El registro de su vida en los libros de historia, que debería ser un relato sobre la biodiversidad, está ligado al olvido, la muerte y la guerra.
La llegada de los armados
A inicios de la década de los 90, Mapiripán empezó a sentir el peso del bloque Oriental de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
En las márgenes del río Guaviare se asentaban varias comunidades indígenas (muy pocas subsisten hoy), que iniciaron su desplazamiento ante los primeros combates que se libraban entre un grupo insurgente que se fortalecía en la selva y un ejército que no tenía la fuerza de despliegue aéreo, para una movilidad que le permitiera llegar a lugares tan distantes.
La guerrilla tomó la ventaja y creó prácticamente un gobierno paralelo donde se impartían la ‘justicia’, las normas de convivencia y las políticas que el secretariado de las Farc ordenó. Entonces vino la arremetida paramilitar, en complicidad con algunos integrantes de la Fuerza Pública y, posteriormente, una gigantesca operación militar.
Un pulso de poderes legales e ilegales en los que la población civil siempre fue la única perdedora.
En 1997 y 1998, las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) les demostraron al país y al mundo que eran uno de los grupos que más terror podían infundir, con dos devastadoras masacres. En el casco urbano de Mapiripán (julio del 97) y el corregimiento de Puerto Alvira (mayo del 98). Oficialmente, 63 muertos; extraoficialmente, cerca de cien.
En la zona hay presencia militar. Foto:Milton Diaz / EL TIEMPO
La barbarie que sembraron los hombres del otrora jefe de las Auc, Carlos Castaño, fue la excusa perfecta del líder militar de las Farc, Víctor Julio Suárez, el ‘Mono Jojoy’, para declarar objetivo militar a Mapiripán. A todas sus autoridades y a sus habitantes.
Las casas se convirtieron en búnkeres porque todas las noches los guerrilleros intentaban atinarle algún cilindro de gas, cargado con explosivos y metralla, al improvisado puesto militar del batallón Joaquín París, que se instaló en el 2002.
La garita era el tanque del agua. Desde allí los soldados intentaban, a ojo, identificar la trayectoria de los cilindros de gas cargados con explosivos. Muchos cayeron en las cocinas o las salas de las casas de varios habitantes, como lo recuerda doña Lucy Miranda. Su hotel, el más popular del pueblo, lleva su nombre y su marca. Ella decidió quedarse pese a todas las dificultades y ya ajusta 35 años allí.
Entre marzo y septiembre del 2002 cayeron en el pueblo cerca de 75 granadas de mortero y 48 cilindros de gas.
Eso tampoco hizo mella en don Genaro, otro poblador que se negó, contra viento y marea, a dejarse sacar de su casa. Él recuerda cómo paras y guerrilleros se dividieron el control de Mapiripán: río abajo, todo el corredor hacia Puerto Inírida, lo tomaron los frentes 44 y 39 de las Farc. Desde el casco urbano, en las rutas terrestres hacia San José del Guaviare y el caserío de La Cooperativa, las autodefensas montaron sus puestos de control.
Y el punto de quiebre llegó a mediados del 2002, cuando las Farc decidieron desocupar, literalmente, el 90 por ciento del municipio.
El secuestro que nadie menciona
El 27 de julio de ese año, ‘Albeiro Córdoba’, jefe del frente 44, ordenó desalojar cada caserío, vereda y rancho de Mapiripán. El anuncio se extendió: “Salen a las buenas o a las malas. Tienen 24 horas”.
Ante la negativa de la gente, inició el recorrido que entre el 28 de julio y el primero de agosto desocupó 26 veredas y corregimientos. Miles de campesinos e indígenas a la deriva.
Pero en Puerto Alvira, el lugar de concentración de nativos, raspachines de coca y comerciantes, la orden no fue tomada tan en serio, pese a las advertencias.
Fue así como, a punta de fusil, y empleando tres planchones, caída la tarde del 29 de julio, 2.300 habitantes fueron sacados a la fuerza. Algunos huyeron; otros, cerca de 70 familias, fueron subidos a las embarcaciones. Otros más llegaron por su cuenta al punto que las Farc les indicaron: el internado de Mocuare, río abajo.
Doña Omaira, una mujer de 82 años que lleva 40 viviendo en el corregimiento, recuerda que tan solo alcanzaron a empacar dos piezas de ropa y el mosquitero. Fueron llevados hasta el embarcadero, encañonados con los AK-47.
La misma suerte corrieron las 12 mujeres que estaban en condición de prostitución en los tres principales burdeles del pueblo. De ellas, solo tres regresaron a la libertad.
En Mocuare y tres puntos más permanecieron, hasta el 9 de diciembre del 2002, por lo menos 700 personas. En el corregimiento de Charras, municipio de San José del Guaviare, donde había otro grupo de personas, las Farc seleccionaron a los más jóvenes y los reclutaron para sus filas.
En esos días, por orden del segundo jefe del frente, ‘Camilo Tabaco’, quien murió años después en un bombardeo, retornaron para reactivar los negocios, tras la salida de las tropas del Ejército, que se habían ido el 7 de diciembre.
Los 1.200 militares que permanecían en Puerto Alvira custodiaban a 23 personas que se atrevieron a regresar y a 400 casas desocupadas.
Hoy, 20 años después, sigue siendo incierta la suerte de un número considerable de personas, incluidas las 70 familias que fueron subidas a los planchones. El pueblo está totalmente caído, solo hay 120 habitantes, de los cuales ocho son sobrevivientes de esa desafortunada travesía del 2002.
La hierba y la maleza cubren las calles y parte de las casas. Lo que fue un pueblo próspero, por la comercialización de la base de coca, es un caserío fantasma. A las afueras, una comunidad de 300 indígenas intenta organizarse y la única forma de llegar es por la vía a Mapiripán, a seis horas de camino desde la cabecera municipal.
“El Estado nunca se acordó de nosotros ni antes ni después de las Farc”, reclama otro de los pobladores.
La única que se niega a desaparecer, quizá por la acción de un habitante, es la placa que la junta de acción comunal instaló dos décadas atrás, en el lugar donde fueron masacradas por los paramilitares de Castaño más de 20 personas. Sus nombres están allí como testimonio y memoria.
Es claro que Gilberto Alvira esperaba otra suerte para su pedazo de tierra. Cuentan, en San José del Guaviare, algunos abuelos que llegan a los 90 años, que los colonos que estaban con Alvira pensaban en hacer un puerto que abasteciera a los viajeros que se aventuraban a abrir la ruta comercial a Venezuela, a través del río Guaviare.
Hoy es claro que los cultivos de coca, que cesaron al inicio del proceso de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc, fueron reinstalados hace un año. Con ellos, arriban esporádicos raspachines los fines de semana a abastecerse de pertrechos en un pueblo que agoniza.
Han pasado 25 años desde las masacres de los paramilitares, los secuestros y el acoso de las Farc, y Mapiripán sigue con los mismos problemas estructurales. Lo único que se habilitó fue una carretera que sigue sin pavimentar.
Son ya veinte años de un secuestro masivo sin precedentes, que hoy no es reconocido como tal y seguramente no lo será. Como tampoco la retención del equipo periodístico de EL TIEMPO, que en el 2003 regresó para averiguar por la suerte de las 70 familias. Pero esa es otra historia.