Sin mayor ruido, y además con la campaña presidencial de por medio, el Congreso acaba de aprobar una ley que los que más saben del tema, como la Corporación Excelencia en la Justicia, no dudan en catalogar como la más importante reforma judicial de los últimos años: la permanencia de las audiencias virtuales, que en la pandemia fueron claves para evitar el colapso de la istración de justicia en Colombia.
Para un país acostumbrado a las reformas inocuas –cuando no perniciosas, como la reciente que relajó las exigencias para ser Fiscal General de la Nación– y que, además, suelen caerse en las revisiones constitucionales, esa norma que vuelve permanente la virtualidad judicial representa un avance fundamental.
No es carreta: el aplazamiento de audiencias es uno de los problemas más frecuentes en nuestra justicia. Con la virtualidad, según cifras de la Judicatura, el porcentaje de aplazamientos pasó de un 11 a un 3,4 por ciento entre 2020 y 2021. En el 2017 se realizaron en el país unas 6.000 audiencias virtuales. En el 2019 fueron casi 23.000, y en 2020, el año de arranque de la pandemia, esa cifra se multiplicó por 10: llegó a 229.483.
Con el fin de los confinamientos llegó también la disyuntiva de qué hacer con las audiencias virtuales. Y lo que finalmente se determinó, con buen sentido y con apoyo de prácticamente la totalidad de los actores del sistema, es que la virtualidad sea la norma en los procesos civiles y istrativos (ya funciona así en muchos de los procesos de las superintendencias), y que en las actuaciones penales el juez o el magistrado defina cómo realiza la diligencia.
Esto porque, como bien lo señaló la Corte Suprema de Justicia, en tratándose de investigaciones de delitos graves y crímenes, cuando se decide sobre la libertad de las personas, resulta fundamental la presencialidad para la práctica y la valoración de las pruebas, testimonios y peritazgos. Lo cual no implica que no haya virtualidad cuando realmente no es posible la asistencia de un testigo o para evitar, por ejemplo, el traslado de peligrosos presos.
Por supuesto, tiene el Estado la responsabilidad de garantizar que la virtualidad funcione, con equipos modernos y con redes no solo funcionales, sino seguras. En esa materia hay aún muchos pendientes.
Pero para hacerse una idea de qué tan importante es la virtualidad, tal vez baste con recordar que uno de nuestros grandes enemigos públicos, alias Pablito, uno de los jefes del Eln, estaba preso en Bogotá en el 2009, cuando un juez de Arauca pidió su traslado para una inusual diligencia. Y pasó lo obvio: se fugó. Han pasado 13 años y centenares de muertos y ‘Pablito’ sigue delinquiendo en la frontera porque alguien insistió en tenerlo en un despacho judicial de un departamento en el que entonces, como ahora, el Eln sigue siendo un poder.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO