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Jean-Michel Basquiat: ver de verdad
Fragmento del libro Mira lo que te pierdes sobre la historia del mártir del arte de los años 80.
Es considerado el artista negro más cotizado de la historia. Su prematura muerte por sobredosis convirtió sus obras en objetos de culto. Foto: Getty
Mira lo que te pierdes. El mundo visto a través del arte, de Will Gompertz. 288 págs. Editorial Taurus Foto:Editorial Taurus
Los cuadros de Jean-Michel Basquiat de principios de los años ochenta son muy buenos; Notario (1983) es una obra maestra. Nunca nadie había hecho algo semejante, ni lo ha hecho nadie
desde entonces: un amasijo expansivo, un batiburrillo de ideas, emociones, opiniones, referencias, conversaciones, observaciones, retratos, reportajes, juegos de palabras, capas sobre capas de pintura, variaciones, simplificaciones, reelaboraciones y reevaluaciones
constantes. Un lío monumental, incoherente, a primera vista; pero,
en realidad, una composición de un virtuosismo incomparable, una sinfonía para una ciudad: una reflexión sobre las complejidades de la vida urbana contemporánea y nuestras mentes sobreestimuladas. El arte suele ser un proceso de despojamiento cuyo fin es llegar a la esencia misma del tema que trata. Vale. Muy bien.
Pero no es así, con un enfoque tan estrecho, como vemos y experimentamos realmente el mundo. Rara vez —si es que ocurre— podemos concentrarnos únicamente en una sola cosa. Incluso encerrados en una
celda, sin nada que mirar salvo cuatro paredes desnudas, nuestra
mente se pondrá a vagabundear: los pensamientos brotarán en
nuestra cabeza, los sonidos y los olores desencadenarán imágenes.
Estamos haciendo malabares constantes con multitud de elementos.
Todo lo que «vemos» forma parte de un collage visual de pensamientos
asociados y disociados, conscientes e inconscientes, que no para de modificarse. En nuestras cabezas reina el caos, y esa es la esencia que Basquiat nos revela en Notario.
El cuadro es como hurgar en la bulliciosa mente del artista
nacido en Brooklyn a finales de 1982. Tenía poco más de veinte
años, vivía en el Bajo Manhattan y se encontraba en la cresta de la
ola tras el éxito de ventas de su exposición de obras neoexpresionistas.
Pero ya se había hecho un nombre escribiendo grafitis poéticos
en las paredes del East Village y el SoHo junto con su viejo
amigo del colegio, Al Diaz. Sus velados aforismos (por ejemplo, a pin
'El Gran Espectáculo (El Nilo)', de Jean Michel Basquiat. Foto:EFE
De este burbujeante caldo de cultivo repleto de gente bohemia,
dandis en busca de atención, creadores de la contracultura y otros
muchos personajes excéntricos y adictos, surgió el artista Jean-
Michel Basquiat. Siempre había sido un dibujante ávido —quizá
como refugio ante una vida familiar difícil en la que su padre haitiano
(Gerald) y su madre puertorriqueña (Matilde) se peleaban
continuamente, se separaban, se reconciliaban y volvían a pelearse—.
En apariencia, pertenecía a una familia de clase media acomodada
en la que el padre, contable, podía permitirse un elegante
coche europeo, una membresía en un club de tenis local, una casa
de estilo brownstone en Brooklyn y el colegio privado de su hijo.
Pero el matrimonio se estaba desintegrando, Jean no paraba de
meterse en problemas en el colegio y sus padres —según contó
después— le pegaban.
Se escapó de casa un par de veces antes de abandonarla definitivamente
a los diecisiete años. El centro de Nueva York le atraía
como las olas a un surfista. No pudo resistirse a la energía y a la
urgencia que se respiraban en el Lower East Side de finales de los
años setenta. La zona estaba en ruinas, repleta de edificios tapiados
o a punto de caerse. La delincuencia abundaba, como las drogas, y
en todas las esquinas había prostitutas y proxenetas. Para los ricos
y poderosos del Upper East y el West Side, el centro era un infierno.
Para Basquiat, era el cielo en la tierra.
Sobrevivía gracias a su ingenio. Bebía vino peleón con los borrachos,
tomaba ácido en el Washington Square Park, mendigaba
cuando era necesario, caía redondo, inconsciente, sobre sus amantes
y amigos, dormía mal o no dormía, y husmeaba en los rincones
de los antros de mala muerte en busca de monedas sueltas. Lo que
hiciera falta, en fin, con tal de permanecer en el meollo artístico
multicultural, multidisciplinar y multimedia que era el centro de
la ciudad a finales de los setenta. Aquel era su lugar, entre punkis
y poetas, productores de hip-hop y grafiteros del metro. Una cultura
alternativa, espoleada por el talento y las ideas, no por el dinero
y las grandes empresas.
Basquiat empezó a preparar lotes de postales caseras para venderlas
por las calles. Un día vio a Andy Warhol en un restaurante y
le vendió tres tarjetas al artista pop allí mismo. Basquiat quería ser
Warhol. Famoso como Warhol, irado como Warhol, el número uno como Warhol. Eso lo tenía bien claro. Pero lo que no imaginaba
era que su héroe, Andy Warhol, no solo se convertiría en su colaborador,
sino en un mentor y amigo muy querido. Tampoco imaginaba
que su propio sueño americano se haría realidad de un modo
espectacular, solo para acabar transformándose en una pesadilla.
Era ya una personalidad destacada del East Village, alguien que
desprendía un aura de celebridad. Todo el mundo notaba que estaba
ante un tipo especial. Cuando aquel veinteañero flaco salía a
la pista de baile, la gente se echaba a un lado para observarlo y
irarlo. Los medios de comunicación empezaron a fijarse en él.
Y, entonces, un amigo le pasó dinero para comprar materiales artísticos,
lo que dio lugar a una serie de cuadros que nacieron ya con
el sello distintivo de un estilo —el suyo— que llegaría a ser mundialmente
reconocido. Desde sus inicios, mezclaba palabras e imágenes,
borraba los detalles pintando encima, desechó la profundidad
de campo en sus composiciones y dibujaba de forma
intencionada con trazos. Este aire de provisionalidad hacía que sus
imágenes transmitiesen una sensación de improvisación y de franqueza,
un efecto que acentuaba aplicando cuidadosamente la pintura
para que pareciese que la acababa de poner de cualquier manera
nada más despertarse. Quería generar una crudeza y un
dinamismo acordes con la urgencia creativa de la escena artística
del centro de la ciudad.
Cuando era niño, su madre, amante del arte, solía llevarlo a los
museos y galerías de Brooklyn y Manhattan. A Jean, con una curiosidad
intelectual innata, no se le escapaba la escasa representación
de artistas negros en todo lo que veía. De hecho, los artistas
negros no solo estaban infrarrepresentados, sino que se los blanqueaba.
Era tal la escasez de pinturas y esculturas de gente con su
color de piel que uno de sus primeros encuentros con un arte enraizado
en la cultura africana se produjo cuando contempló el
Guernica, el genial alegato antibelicista de Picasso, en directo.
Aquello fue un flechazo en toda regla. Basquiat había leído mucho
sobre las influencias estilísticas de la obra, que, ahora podía verlo
claramente, eran producto de la fascinación que ejerció en el pintor
español el arte tradicional de África. Basquiat se propuso reapropiarse
de lo que Picasso había tomado prestado: los ojos elípticos,
las formas simplificadas y las figuras bidimensionales.
'In This Case', obra subastada de Basquiat. Foto:Efe
La escena bohemia que Basquiat documentaba era muy diversa
desde el punto de vista étnico; era liberal e inclusiva, aunque el
resto de la ciudad de Nueva York no fuese así. Padeció el racismo
y la discriminación a diario, desde el acoso policial hasta los taxis
que se negaban a parar para llevarlo. Le enfadaban y frustraban las
preguntas ridículas e impertinentes que le hacían los entrevistadores,
preguntas que no le habrían hecho a un artista blanco. Por
ejemplo: «¿Diría que su obra es “primitiva”?» o «¿Es cierto que
tiene que encerrarse en un sótano para poder pintar?». O, esto otro,
extraído de una antigua entrevista de televisión: «¿Se considera usted un “expresionista primigenio”?». A Basquiat le pareció una pregunta tan tonta y tan insultante que pidió una aclaración al periodista. «“Primigenio”... ¿como un mono? —preguntó, perplejo—,
¿como un primate, quiere decir?». El entrevistador se quedó
desconcertado, incapaz de armar una frase, mientras el entrevistado
esperaba pacientemente la aclaración.
Fue en aquella época cuando pintó Notario. Se había convertido
en la comidilla de la ciudad. Un marchante de arte muy prestigioso
lo había contratado, le había proporcionado un espacio en
su galería y le había organizado una exposición individual en la
que vendió todos los cuadros. Jean-Michel Basquiat «el Artista»
había llegado a lo más alto como una exhalación, pasando de vagabundo
a millonario en cuestión de meses. Todo el mundo lo
deseaba, a él y a su arte. Al principio, aquello le encantaba, después
empezó a fastidiarle. Se dio cuenta de que «debía» cuadros a coleccionistas
con quienes —sin ser consciente de ello— había firmado
contratos de adquisición de pinturas aún no realizadas.
Aquello ejercía mucha presión sobre él, se sentía obligado a no
bajar el listón. Le preocupaba que su obra se resintiera por ello y
acabar haciendo cuadros malos. Su relación con las drogas, cada
vez más intensa, no contribuía mucho a paliar su ansiedad. Según
se dice, Madonna lo dejó porque consumía heroína.
De esta mezcla tóxica de acontecimientos, experiencias, emociones
e influencias, nació Notario. Y el sobrenombre de «Picasso negro
». Pero él no era eso. Picasso había sido el innovador por excelencia,
un artista de formación académica que pintaba y esculpía en
una variedad de estilos muy amplia, algunos de los cuales inventó él
mismo. Jean-Michel también era brillante, innovador y un artista formado, pero no desarrolló una investigación filosófica comparable
con la que Picasso llevó a cabo sobre los modos de percepción
y de representación, influido profundamente por Cézanne.
A Basquiat le gustaba sumergirse en sus libros, visitar museos, ver
la tele, leer cómics, seguir los acontecimientos deportivos y —lo
más importante de todo— escuchar a los músicos de jazz que su
padre le había dado a conocer. Basquiat no era el Picasso negro,
sino el Charlie Parker de la pintura. Puede que Andy Warhol
fuera el rey del Pop Art, pero Jean-Michel Basquiat era el campeón
absoluto del Bebop Art. Pintaba tal como tocaba Parker, con
una improvisación enérgica y un ritmo palpitante, rizando las
notas —las palabras, los colores, las formas— de su pintura con