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‘Si no se trata de la vida y la muerte, no es interesante’: Cormac McCarthy
Perfil del fallecido escritor estadounidense de su colega Hugo Chaparro Valderrama.
Cormac McCarthy nació el 20 de julio de 1933 en Providence (Rhode Island, EE.UU.). Foto: EFE
A los ochenta y nueve años, Cormac McCarthy continuaba siendo fiel a sus convicciones: nunca promocionó sus novelas, no daba conferencias ni lecturas públicas, tampoco participaba en firmas de libros, no tenía correo electrónico o padecía la esclavitud de los teléfonos celulares. Lo único que le interesaba era escribir y tratar de comprender los misterios que respiran en el corazón del ser humano. Sin demasiado optimismo: estaba convencido de la obsesión que tenemos por la destrucción, superando incluso a los desastres biológicos. “Nosotros lo haremos primero”, decía.
Al margen del ruido publicitario y la ansiedad de tantos autores por convertirse en noticias perpetuas, McCarthy era un lobo de la estirpe literaria alérgica a la vanidad: Thomas Pynchon, Harper Lee, J. D. Salinger o nuestra santa patrona de la neurosis poética, Emily Dickinson.
Y aunque solo concediera unas cuantas entrevistas a lo largo de su vida, con lapsos épicos y, tal vez, incomprensiblemente largos para la voracidad del mercado literario, recordamos el diálogo que tuvo con el crítico Richard Woodward en 1992, publicado por el New York Times –‘La ficción venenosa de Cormac McCarthy’–, con motivo de la publicación de All the Pretty Horses (Todos los hermosos caballos), y su aparición milagrosa, en 2007, cuando tenía setenta y cuatro años, en el show de Oprah Winfrey, a quien le respondió con una definición de su credo cuando le preguntó por qué no le había interesado nunca que lo entrevistaran en televisión: “No creo que sea bueno para tu cabeza: si pasas mucho tiempo pensando en cómo escribir un libro, sería mejor no estar hablando de eso, es mucho mejor hacerlo”.
Aparte de su apatía ante la cultura de la celebridad y su forma de restarles tiempo a los escritores para dejar un testimonio sincero del mundo en que vivieron, la mitología de McCarthy encaja con la visión que se tiene de los héroes románticos salvados de una realidad caótica por su talento para la ficción: se decía que McCarthy dormía en cualquier lugar, tal vez en su automóvil, en moteles o en casas donde no permanecía mucho tiempo, sin dinero pero con la dignidad y el coraje suficientes para heredarle al futuro una obra insólita.
Luego de publicar tres libros de cuentos –Wake for Susan (1959); A Drowning Incident (1960) y The Dark Waters (1965)–, cuando terminó su primera novela, The Orchard Keeper (1965), McCarthy la envió a Random House. Albert Erskine, el último editor de William Faulkner, supo entonces que tenía entre sus manos a un escritor de su casta. Y aunque las ventas no fueron tumultuosas, al libro lo privilegiaba una calidad notable. De hecho, Erskine apoyó el talento de McCarthy durante veinte años –desde que recibiera el manuscrito de The Orchard Keeper hasta la publicación de su novela Blood Meridian (Meridiano de sangre, 1985)–, evitando que su instinto literario quedara doblegado como el de tantos editores sin sentido del riesgo, manipulados por la voluntad y los criterios que caracterizan a los ejecutivos del área comercial preocupados por la rentabilidad antes que por las sorpresas del talento.
Mientras tanto, McCarthy continuaba escribiendo. Su intención: expresar en cada libro las tensiones entre la vida y la muerte. “Si no se trata de la vida y la muerte”, decía, “no es interesante”.
Astuto para distraer el culto a su figura, le preguntó a Woodward en la entrevista del New York Times: “¿Conoce las serpientes de cascabel del Mojave?”. El crítico, que sabía de la destreza de McCarthy para alzar un velo sobre sí mismo, asumió el reto de entrevistar a un autor que no quería intromisiones en su vida privada y logró escribir un texto en el que se combinan la semblanza de una obra con algunos de los rasgos que definieron su pasión por la soledad.
Después de conversar un rato, durante el almuerzo que compartieron en Mesilla (Nuevo México), acerca de una serpiente tan letal como las cobras, Woodward comparó su descripción de la vida salvaje en el desierto y su sentido del humor con las ficciones de McCarthy cuando le contó a Woodward que los guardabosques del Big Bend National Park, al oeste de Texas, en la frontera con México, le habían dicho que no sabían qué tan peligrosas podían ser las serpientes de cascabel, que nunca habían conocido a una persona a la que hubieran mordido, pero que suponían que no había sobrevivido.
“Rematada con una de sus risas centelleantes, esta anécdota de sobremesa tiene un tono más jocoso que la venenosa ficción de McCarthy, pero incluye los mismos elementos. El tenso encuentro en un paisaje hostil, el humor negro al enfrentar los hechos, la alta probabilidad de una resolución dolorosa. Cada una de sus cinco novelas anteriores está marcada por la intensidad que tiene la naturaleza de su observación, una suerte de realismo morboso. Sus personajes suelen ser marginados –indigentes o criminales o ambos–. Gente sin hogar, que invade tugurios sin electricidad, se las arregla en los bosques salvajes al este de Tennessee o cabalga en los espacios vacíos y secos del desierto. La muerte, que se presenta a menudo, desciende del cielo, abruptamente, con alguien degollado o con un balazo en el rostro. El abismo se abre ante cualquier paso en falso”.
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Escena de la película The Road (2009), adaptación de la novela de McCarthy. El planeta ha sido arrasado y un padre (Viggo Mortensen) y su hijo buscan un lugar para refugiarse y protegerse de la locura. Foto:Dimensions Films
Personajes sometidos en el mundo de McCarthy por sus vidas transitorias y violentas, con la sangre ardiente y vigorosa de un caballo, enfrentados a situaciones extremas como las que protagoniza en All the Pretty Horses un chico de 16 años, John Grady Cole, hechizado por la vida aventurera de los vaqueros, que cabalga desde Texas hacia México en compañía de un amigo y de otro chico que se les atraviesa en el camino, el inquieto y ferozmente juvenil Jimmy Blevins.
El desconcierto de Cole y de sus amigos ante las invenciones del folclor exótico con el que Estados Unidos suele rotular a México –un país de hacendados, policías corruptos, beautiful señoritas y otras mujeres intrigantes, al que es mejor ir vacunado, según Robert Mitchum cuando tiene que cruzar la frontera para buscar a la amante de un gánster en Out of the Past– es descrito por McCarthy sin las trampas del lugar común y el desprecio que define la arrogancia colonial.
Desde la primera página de la novela nos enteramos del calibre narrativo que define su escritura:
“La llama de la vela y la imagen de la llama de la vela reflejada en el espejo de cuerpo entero se retorció y enderezó cuando el hombre entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Se quitó el sombrero y avanzó lentamente. Las tablas del suelo crujían bajo sus botas. Se detuvo, vestido de luto, ante el espejo oscuro donde los lirios se inclinaban, pálidos, en el curvilíneo florero de cristal tallado. A lo largo del frío pasillo que tenía a sus espaldas colgaban los retratos de antepasados vagamente conocidos por él, todos enmarcados en cristal y débilmente iluminados sobre el estrecho revestimiento de madera. Bajó la mirada hacia el estriado resto de vela. Apretó la yema del pulgar contra la cera caliente encharcada sobre la chapa de roble. Por último miró aquel rostro hundido y contraído entre los pliegues de la mortaja funeraria, el bigote amarillento, los párpados finos como el papel. Aquello no era dormir. Aquello no era dormir”. (Versión de Pilar Giralt Gorina para Random House, 2008).
Galardonado con el National Book Award, All the Pretty Horses no solo es el primer volumen de su Trilogía de la frontera (The Border Trilogy) –al que se sumaron The Crossing (1994) y Cities of the Plain (1998)–, también es la confirmación de lo que sorprendió a Erskine: el paisaje moral y narrativo de William Faulkner tenía en Cormac McCarthy un relevo generacional.
Los párrafos kilométricos de Faulkner; el interés por la violencia como una explicación de los temores sin tregua que persiguen a sus personajes; “las viejas verdades universales sin las cuales cualquier historia es efímera y está condenada –amor y honor y piedad y orgullo y compasión y sacrificio–”, como declaró Faulkner en su discurso de aceptación del Premio Nobel; la forma como evidencia un estilo largamente trabajado –aunque Faulkner afirmara que si un escritor se obsesionaba con la técnica como un recurso mecánico, era mejor que se dedicara a la cirugía o a colocar ladrillos–, emparentan a McCarthy con el escritor sureño.
Dos escritores que se preocuparon por los dilemas éticos que proponían sus historias, sin empobrecer los conflictos del ser humano a pesar de que la crueldad lo deshonre, redimido de su deterioro con los gestos excepcionales de la amistad y su lealtad, en un mundo que no es precisamente un parque de diversiones, donde la felicidad puede ser un espejismo, sorprendente, pero al fin y al cabo un espejismo, la insistencia en comparar a Faulkner y McCarthy sirvió para que el lector desprevenido supiera de qué se trataban novelas como Suttree (1979), No Country for Old Men (No es país para viejos, 2003) o The Road (La carretera, 2006) cuando leía la retórica publicitaria que se imprime en un libro para asegurar su venta: desde frases tan sencillas que lo describieron como “un hijo literario de Faulkner” en The New Republic hasta alabanzas superlativas pero comprensibles –“Ningún otro novelista en Estados Unidos parece que hubiera mirado la obra de Faulkner a los ojos sin parpadear y que hubiera vivido para escribir con su espíritu” (Dallas Morning News)–, la certeza del reflejo entre los dos escritores sugiere la vitalidad infatigable de una especie narrativa definida en la última frase del texto de Woodward cuando se refiere a McCarthy como alguien que “parece inmensamente orgulloso de ser la clase de escritor que casi ha dejado de existir”.
Acaso como parece que ha dejado de existir la actitud de los autores preferidos de McCarthy: Melville, Dostoievsky, Joyce y, por supuesto, Faulkner. Y para que su legado no pasara en vano, aunque su obra, suficientemente sólida, no necesitara prótesis al margen de sus novelas, el cine le habló al mundo en el año 2000 de un autor que, aunque publicó su primer libro en 1959, era todavía un secreto para el público al que una periodista le aconsejó: “¿No es un gran lector? Vea estas películas basadas en libros de Cormac McCarthy” (The Messenger Entertainment, Katherine Esters, 14/06/2023). Una coartada fallida cuando la lectura de McCarthy, como la de tantos autores eminentemente literarios, solo traduce su anécdota a las imágenes de la pantalla.
En todo caso, las parodias de McCarthy en el cine, según Billy Bob Thornton (All the Pretty Horses, 2000); Tommy Lee Jones (The Sunset Limited, 2011); James Franco (Child of God, 2013); Ethan y Joel Coen (No Country for Old Men, 2007) y John Hillcoat (The Road, 2009), situaron su nombre en la conciencia de algún espectador que quizás haya leído alguno de sus libros –al menos Ethan Coen fue sincero con McCarthy cuando después de ganar el Óscar a mejor adaptación en 2007 le dijo al escritor, que asistió como si fuera un ave exótica a la ceremonia, “no hice nada, pero voy a conservarlo”–.
Se habló entonces de un autor recordado por la tribu cinematográfica gracias a la potencia de sus tramas y a los actores que interpretaron a sus personajes: Javier Bardem como Anton Chigurh, el asesino a sueldo de No Country for Old Men; Viggo Mortensen y Kodi Smith-Mhee como el padre y el hijo que sobreviven en la aridez del futuro según The Road; Matt Damon y Penélope Cruz como los enamorados de All the Pretty Horses.
También se habló del tono epigramático de sus parlamentos: “Tú piensas que cuando te despiertas por la mañana el ayer no cuenta. Pero es todo lo que cuenta realmente. ¿Qué más hay? Tu vida se compone de los días de que está compuesta. Nada más”; “Todo empieza cuando se olvidan las buenas maneras. Cuando dejas de escuchar señor o señora, el final está cerca”; “Este país te mata de repente y aun así la gente lo ama”.
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Matt Damon y Penélope Cruz protagonizan Todos los caballos bellos (2000), adaptación de la novela de McCarthy. Foto:Columbia Pictures
McCarthy era consciente de que era imposible trasladar un libro a la pantalla. Se interesaba poco o nada en los guiones que pudieran surgir de sus historias. Vendía los derechos de una novela y prefería no entrometerse en proyectos ajenos –además le parecía un delirio estar rodeado de la multitud que trabaja en una película: su idea del paraíso era estar frente a una página en blanco y nutrirla con el vigor de su capacidad narrativa–. Lo desconcertó la suspicacia que hizo de Blood Meridian (Meridiano de sangre) una novela que parecía maldita cuando varios directores –Martin Scorsese, Ridley Scott, Tommy Lee Jones, Oliver Stone, Michael Haneke, Todd Field, James Franco– fracasaron en su intento de rodarla. ¿Acaso su violencia era tan sombría que no la soportaría el público? ¿La historia de los cazadores de cueros cabelludos y su brutalidad para perseguir a todo lo que les pareciera sinónimo de los apaches, aunque fueran indígenas inocentes que tuvieran la mala suerte de encontrarse con ellos en la frontera entre México y Estados Unidos a mediados del siglo XIX, ponía en duda el sentido ético y la crueldad con la que se asumió el destino manifiesto por el que Estados Unidos se considera una nación virtuosa con derecho a expandir sus fronteras? ¿Se trataba de un dilema moral o, quizás, soñando en un mundo ideal donde los productores respetan el trabajo de los escritores, la categoría de clásico que alcanzó la novela desde su publicación hizo de Blood Meridian una novela inalcanzable por el cine? ¿Acaso en 1967 no se tuvo la imprudencia de parodiar en la pantalla una novela que nace, muere y renace en sus páginas como es el Ulises de Joyce?
Los rumores aseguran que John Hillcoat será el director que traduzca la novela de McCarthy. Un tributo a la memoria del autor con el que Hillcoat logre tal vez darle una imagen afortunada a su escritura como sucedió en The Road. La historia que iluminó en 2009 las salas del mundo, por la que reaccionaron tantos padres que leyeron la novela sin permitirse un respiro y abrazaron a sus hijos celebrando la paternidad como una evidencia del amor supremo, fue mucho más que un divertimento apocalíptico en los terrenos de las distopías: The Road retó al público a considerar su situación en un mundo amenazado, donde las pandillas de caníbales hacen de la convivencia una dificultad para sobrevivir en el planeta y las tensiones entre la vida y la muerte nos recuerdan nuestra precariedad, así como también que se puede “mantener el fuego interior”, como les preocupa al padre y a su hijo en la novela, cuando el ser humano brilla con el resplandor de la compasión y sus bondades.
Una generación tuvo entonces la certeza de observar el testimonio perdurable de un autor que mejoraba al cine con un relato sobre la esperanza en medio de la catástrofe. La novela de McCarthy, que alcanzó la conciencia del público multiplicado alrededor del planeta, hizo patente un futuro en el que la ficción es ahora una realidad palpable.
Tan certera y desapacible como No Country for Old Men: su crueldad según McCarthy y los hermanos Coen es el detonante para describir los trastornos del ser humano, agobiado por el asesinato, en contraste con la ética que trata de comprenderlo como una manifestación decadente. Lo grotesco encarnado por un personaje de apariencia subnormal llamado Anton Chigurh (Javier Bardem) y el desencanto ante la vida que manifiesta el sheriff Bell (Tommy Lee Jones) revelan los extremos de una perspectiva irreconciliable cuando la barbarie no atiende razones distintas al poder –representado en la película por una banda de narcos mexicana que siembra la muerte a su paso para recuperar un dinero extraviado–. Los cazadores serán cazados, las víctimas se defenderán como puedan, el mundo continuará con sus desastres y el título, No Country for Old Men, nos dice que la sabiduría de los ancianos no tendrá lugar en un país maltratado por las armas.
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Se agradecen las películas si la suerte comercial contribuyó a la suerte económica de McCarthy, pero sus novelas son algo más que una galería de cinemitos o el brillo mordaz de sus frases: renovaron el universo del cowboy en la Trilogía de la frontera, las advertencias sobre el desastre de un mundo en el que los pájaros no cantan sino tosen en los árboles, las tragedias del canibalismo en lugares donde el asesinato es una profesión rentable, el diagnóstico desencantado sobre el estado de salud de un planeta apocalíptico perseguido por los fantasmas de su historia.
Si Cormac McCarthy tenía una curiosidad insaciable que lo llevó a estar cerca de los científicos que se reunían en el Instituto Santa Fe de Nuevo México para conversar de asuntos tan cotidianos para ellos como la economía evolutiva, que relaciona el comportamiento animal con las dinámicas del mercado, o preguntarse si alguien conocía un animal, aparte del ser humano, que se suicidara, el encuentro de una mente creativa en términos literarios con las mentes creativas de la ciencia nos confirma el talante de un autor que no reconocía fronteras para el conocimiento.
Hacia finales de la década de los ochenta, como recuerda David Kushner en Rolling Stone –’Cormac McCarthy’s Apocalypse’, 27/12/2007–, el escritor fue al instituto y jamás dejó de visitarlo hasta su muerte, tanto así que sería uno de los más queridos de su comunidad. Se mudó de El Paso (Texas) a Santa Fe, descubriendo en el lugar una fuente permanente de preguntas sobre el universo gracias al grupo de “forajidos”, como los llamaba cariñosamente, a los que comparaba con los científicos de la Inglaterra isabelina o los atenienses del tiempo de Pericles.
“Su inmersión en la ciencia le confirmó su pesimismo ante el mundo”, escribe Kushner. Lo hizo más consciente de lo transitorio de la vida y del callejón sin salida en el que se puede encontrar el ser humano. No en vano, sus dos últimas novelas –El pasajero, que empezó a escribir en la década de los 80, y Stella Maris, publicadas en 2022– pueden ser consideradas como su testamento acerca de lo que puede ser metafóricamente la vida en un mundo en el que la ciencia, sus misterios y las profundidades del océano resuelven a su manera el tema primordial para McCarthy, la vida y la muerte, con respuestas que seguirán dialogando con nosotros a través del tiempo cuando leamos sus novelas, algo más que suficiente para un escritor que hizo su trabajo en una soledad honesta, sin caer en las trampas de la banalidad ni de la vanidad. Es hora de volverlo a leer.L