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Llevaba cuatro años dedicada a leer sobre el mismo tema. Páginas y páginas de libros con decenas de frases subrayadas. Tomaba notas en cuadernos sobre lo que más le llamaba la atención y apuntaba en pequeñas cartulinas los asuntos en los que quería profundizar. Todo relacionado con este asunto: la conexión entre creatividad y enfermedad mental, un interrogante que la venía persiguiendo desde mucho tiempo atrás. Su idea era escribir un libro al respecto. Una tarde, después de hojear los cuadernos llenos de apuntes, extendió sobre la mesa de la cocina toda la información que había recogido y se llenó de desaliento:
–No voy a ser capaz de sacar de aquí nada en limpio –dijo.
Rosa Montero alcanzó a pensar en tirar por la borda todo ese trabajo, convencida de que no iba a lograr abrirse paso entre tanto dato. “Pero entonces cerré los ojos y me lancé de la misma forma como hago con mis novelas. Es decir, pensando más con el corazón que con la cabeza”, cuenta la escritora española, desde su casa en Madrid. Así nació El peligro de estar cuerda, un libro que habla de cómo funciona la mente de los creadores y que, pocos meses después de ser publicado, ya cuenta con gran aceptación entre los lectores de España y América Latina. Un libro que es ensayo, es biografía, es autobiografía y también ficción. Una suma de géneros –un artefacto, como lo describe su autora– que explora qué tanto se acercan los artistas al territorio de la locura.
–Tengo la sensación de que este es el libro de mi vida –dice Rosa–. Porque está en mi mente desde que era niña. Fíjate en su primera frase: “Siempre he sabido que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza”. Era una inquietud que me perseguía y que se hizo más álgida cuando tuve mi primer ataque de pánico.
Esto le sucedió a los 17 años. Era de noche y Rosa veía televisión en casa, a solas. Sus padres ya se habían retirado y a ella le esperaba la tarea de recoger la mesa después de la cena. Entonces llegó: “La habitación empezó a alejarse de mí, el mundo entero se achicó y se marchó al otro lado de un túnel negro, como si yo estuviera mirando la realidad a través de un telescopio”, narra en el libro. La invadió el terror. Pensó que iba a morir. Estos ataques la persiguieron hasta los 30 años. Así se obsesionó por entender:
–Me urgía saber qué pasaba. Creía que estaba loca –agrega Rosa–. Y a eso se unió otra pregunta, que estaba muy entremezclada, y era por qué tenía esa cabeza llena de imaginaciones; una cabeza que me obligaba, y me sigue obligando, a sentarme y dedicar las mejores horas de mi vida a inventar historias. Es lo que nos pasa a los escritores, una actividad estrafalaria.
Tengo la sensación de que este es el libro de mi vida. Fíjate en su primera frase: 'Siempre he sabido que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza'.
Rosa Montero
Por qué lo hace. Qué pulsión la lleva a eso. Qué sentido tiene. Esas preguntas no dejaban de darle vueltas en su mente, muchas veces atormentándola. Son temas que ha tocado en varios de sus libros. La creación artística y su cercanía a la locura. La escritura y sus fantasmas. Aparecen, por ejemplo, en La loca de la casa (2003), otro artefacto en el que une reflexiones sobre la escritura con su propia biografía y la de otros autores; o en La ridícula idea de no volver a verte (2013), mezcla de ensayo, biografía y narrativa, con la presencia poderosa de la vida de Marie Curie entrelazada con la de la propia autora. En varios personajes de sus novelas Montero también ha puesto de presente el trastorno mental, lo mismo que en las columnas que suele escribir en periódicos de su país.
–¿Qué la llevó, en esta ocasión, a escribir un libro específico sobre el tema, a buscar por fin respuestas a las preguntas que tanto la han perseguido?
Rosa Montero responde:
–Hace cuatro años, sin saber por qué, recibí una especie de telegrama en el inconsciente que me decía: el próximo libro vas a hacerlo concretamente sobre ese tema. ¡A ver si por fin llegas a explicártelo! Ahí me puse a estudiar, a leer y releer textos de especialistas, de científicos, a mirar biografías de otros autores y también a hacer un autoanálisis más riguroso. Porque no es un libro testimonial, pero sí he usado mi propio análisis como vía de conocimiento de nuestras cabezas. He sido como un escarabajo que un entomólogo estudia. Mientras lo escribía, me sentía caminando por un bosque impenetrable de datos. Al final llegué al claro y a saber que el mayordomo era el asesino. En ese sentido ha sido para mí un libro tranquilizador.
El peligro de estar cuerda es publicado por Seix Barral.
Foto:Archivo particular
Montero lo describe así porque para ella El peligro de estar cuerda tiene algo de “indagación detectivesca”. Se sintió como una suerte de Sherlock Holmes en busca de desenredar un viejo misterio. Para conseguirlo y responder sus interrogantes, plantea varios caminos. Una de las tesis que desarrolla –siempre respaldada por estudios científicos– es que “ser raro no es nada raro”. Cita una investigación de la Universidad de Yale, publicada en 2018, que señala que la normalidad no existe y que un rasgo poco frecuente no significa una anormalidad patológica.
–Nos dicen que algo es normal, pero lo usan como sinónimo de habitual. De normativo. Es decir, de ese marco obligatorio de ser con el que en realidad nadie concuerda –explica la escritora–. Como afirma el estudio de Yale, la normalidad es una construcción estadística derivada de lo que es más frecuente. Y no hay una persona que atine a la totalidad de los parámetros. Todo el mundo es divergente en algo. Unos divergen más que otros, pero lo normal es ser raro.
El cerebro de los creadores
Por esa pista continuó la tarea “detectivesca” de Rosa Montero, tras el intento de explicar lo que sucede en la mente de los creadores. “De todos, ¿eh? De los creadores de todo pelo, buenos o malos –aclara–. En esto da igual que seas el peor o el mejor artista: ambos tienen la misma cabeza”.
¿Qué funciona de forma diferente en el cerebro de los artistas? ¿Hay alguna relación entre crear y alucinar? ¿Tienen los creadores un ‘cableado cerebral’ particular que los acerque a quienes padecen trastornos mentales? Este no es, ni mucho menos, un tema poco tratado. Existe una extensa lista de investigaciones y de textos al respecto. Ya desde Aristóteles y su reconocido Problema XXXpodemos encontrarlo, y con seguridad desde más atrás.
“Ningún genio fue grande sin un toque de locura”, dijo Séneca. “Cuán parecidos son el genio y la locura”, afirmó Diderot.
En su libro, Rosa Montero retoma varias de las explicaciones que se han ofrecido al respecto y brinda una completa bibliografía para quien esté interesado en profundizar en el tema. Pone énfasis en el estudio de la psiquiatra estadounidense Nancy Andreasen, de la Universidad de Iowa, que señala que “los escritores tienen hasta cuatro veces más posibilidades de sufrir un trastorno bipolar y hasta tres veces más de padecer depresiones que la gente no creativa”.
–Después de estos años de lectura y documentación para el libro, ¿a qué conclusión llegó sobre el cerebro de los creadores?
–Somos gente que no ha tenido la ‘poda’ neurológica que se produce en la primera etapa de la pubertad –responde Rosa–. El cerebro tarda mucho en madurar. Hasta los treinta años no lo hace del todo. Por eso el de los niños es un puro chisporroteo eléctrico y ellos tienen esa imaginación tremenda. Esa ‘poda’ se da para concentrar el cerebro en lo útil y quitar las conexiones que son innecesarias. Les pasa a todos los seres humanos, menos a un 15 por ciento más o menos, quizá un poco más, que nos saltamos ese paso, es decir que tenemos un cerebro inmaduro, anómalo, respecto a la mayoría. Ahí están los creadores. Tenemos cabezas mal cableadas. Con problemas en la comunicación de las neuronas, lo que nos hace propensos a ciertos trastornos.
La escritora española hizo una larga investigación para la escritura de su nuevo libro.
Foto:Iván Giménez
Es posible, dice Rosa, que los artistas sean personas más disociadas que la media. “Quizá la diferencia entre la creatividad y lo que llamamos locura sea tan solo cuantitativa”, afirma en su libro y presenta el caso de varios artistas, sobre todo escritores, cuyas vidas pueden ilustrar el tema. Está la historia de la británica Virginia Woolf. Ella “habitaba en el penoso territorio de la psicosis. Fue hospitalizada repetidas veces e intentó suicidarse en varias ocasiones –escribe Rosa en El peligro de estar cuerda–. Como ha dejado claro Virginia, cuando sufres un trastorno mental, lo primero que te es arrebatado es la palabra. Y con esto llegamos al núcleo abrasador de lo que llamamos locura. Estar loco es, sobre todo, estar solo”.
¿La escritura como salvación?
En el libro de Montero están presentes, de principio a fin, las experiencias de diversos escritores. Aparece Mark Twain, Scott Fitzgerald, Emmanuel Carrère, Ray Bradbury o Louis Althusser. Sin embargo, se sienten con mayor fuerza las vidas de escritoras, como la estadounidense Sylvia Plath –que se suicidó a los 31 años–, o la neozelandesa Janet Frame, que pasó largas temporadas en psiquiátricos y estuvo a punto de recibir una lobotomía.
–Entre las historias que usted presenta se destacan las de Emily Dickinson, Sylvia Plath y Janet Frame. ¿Por qué ellas?
–Por alguna razón ciertas biografías empezaron a crecer, a hacerse más importantes en el libro sin que yo lo escogiera conscientemente. Y eso pasó con mujeres. Llegaron y me pidieron más espacio porque representaban muy bien lo que estaba hablando. Es curioso lo que pasó con las tres autoras a las que te refieres. Porque, si lo ves, Sylvia Plath se suicidó, es decir que de alguna manera no consiguió el equilibrio para soportar su vida. Emily Dickinson no se suicidó, pero no logró del todo tomar las riendas de su vida y se convirtió en una misántropa que pasaba los días encerrada. Y está Janet Frame, que es la que consigue todo. Teniendo el mundo en contra, se salva. Y lo hace gracias a la escritura. Así que con ellas se armó como un panorama completo. Entre todas, me llamó mucho la atención la capacidad vital de Frame, ese conseguir hacer una vida y llevarla adelante.
–Usted también dice que la salvó la publicación de su primera novela. A partir de ese momento desaparecieron sus ataques de pánico. ¿Por qué específicamente le sirvió el hecho de publicar y no solo de escribir?
–Eso que me pasó también le sucedió a Nathaniel Hawthorne, por ejemplo, el autor del cuento que más me gusta en la historia de la literatura: Wakefield. Hawthorne duró doce años encerrado en la casa de su madre, con agorafobia, sin poder poner un pie en la calle. Les escribía cartas a sus amigos diciéndoles que estaba muerto en vida. Y de repente un día salió y vivió una vida normal. Bueno, tendría sus cosas, pero salió. ¿Cuándo? Cuando publicó su primer libro. Porque lo que llamamos locura es la ruptura de la narración común. Tú sientes que te vas del género humano. Date cuenta de que un narrador se pasa toda la vida inventando mentiras. Si al publicar un libro nadie lo lee, a nadie le gusta, esos años de escritura se vuelven el delirio de un loco. Su libro es el delirio de un loco. Pero si alguien de afuera te dice “esto que escribiste lo entiendo, esto me gusta, me dice algo, también lo siento”, entonces te unes al mundo, te salvas de la fisura de la marginación, de la soledad psíquica. De alguna forma, te cura.
En los estudios científicos que Rosa Montero leyó, y que luego complementó con algunas biografías, encontró datos para sustentar otro de sus planteamientos: la presencia de traumas sufridos en la infancia. “La gran mayoría de los narradores ha tenido una experiencia muy temprana de decadencia y pérdida –escribe en el libro–. Digamos que siendo muy pequeños, antes de la pubertad o en torno a ella, han perdido de manera violenta el mundo de la infancia”. Y en ese sentimiento de pérdida tiene origen la obra, como afirmó el psiquiatra Philippe Brenot en El genio y la locura, un libro que resultó fundamental para la escritora española en este proceso. Lo mismo que Literatura y psicoanálisis, de la psicóloga Lola López Mondéjar, en el que Montero encontró una frase que le permitió reafirmar lo que había indagado: “La salida creativa tiene su origen en un encuentro precoz con lo traumático”.
La gran mayoría de los narradores ha tenido una experiencia muy temprana de decadencia y pérdida.
Rosa Montero
López Mondéjar argumenta que, como defensa ante ese trauma, se presenta una disociación. “¿No será esto el origen de esa mayor tendencia a la disociación que tenemos los novelistas?”, se pregunta Rosa, y recuerda lo que la estadounidense Siri Hustvedt dijo en su libro La mujer temblorosa: “Hay en mí una mujer atormentada y otra que observa”. Pues esa persona que observa, según Montero, es la que se sienta a crear. A escribir.
–En el libro habla de la importancia de reconocer la existencia de la enfermedad mental, de darle el lugar que requiere sin tenerle temor ni rechazo a quien la padece. ¿Seguimos sin tratar este tema como debe ser?
–Me parece que durante la pandemia se abrió un resquicio que hay que seguirlo empujando así sea a patadas –dice Rosa–. Como los casos han aumentado, se ha quitado la tapa del tabú de las enfermedades mentales. Porque antes no se hablaba de ellas, los enfermos se ocultaban. Se les estigmatizaba como si no existieran, cuando la enfermedad mental es una de las realidades más básicas del ser humano. Según la Organización Mundial de la Salud, un 25 por ciento de los habitantes del planeta va a tener una crisis mental en su vida. ¿Qué quiere decir esto? Que absolutamente todo el mundo va experimentar un trastorno mental, ya sea en sus propias carnes o en las de alguien muy cercano, su familia, sus hijos, sus padres, sus amantes, sus amigos.
Rosa Montero
Foto:Iván Giménez
A pesar de ese cálculo –uno de cada cuatro, que para Montero resulta incluso conservador–, muchas veces se sigue evitando el tema sin tener en cuenta las consecuencias en quien lo padece. “Se trata de un dolor tan grande, un dolor individual, social, psicológico, un destrozo en la gente –agrega la escritora–. Es la soledad psíquica. Porque estar loco es sentirte desgajado del devenir del mundo y de los demás. Y si a esa soledad psíquica tan dolorosa le añades la soledad social y el estigma, ya los estás condenando al infierno y a no poder ser válidos como personas”.
–Usted destaca, además, que pueden llegar a ser muy valiosos e indispensables en el desarrollo de la sociedad...
–Ya lo dijo Marcel Proust: “La lamentable y magnífica familia de los nerviosos es la sal de la tierra”. Los grandes logros de la humanidad se deben a esa familia de “los nerviosos”. Isaac Newton tenía delirios psicóticos. ¡Y todos somos hijos de Isaac Newton! Marie Curie tenía depresiones. En fin. Es que hay que dar ese paso para sanear y hablar, para poner entre nosotros esa realidad. Gracias a estos “nerviosos” avanza la ciencia, avanza la tecnología. No se trata ya de que hagas obras de arte bellas o no. Estoy segura de que cumplen un papel importantísimo.
La realidad: "un puro espejismo"
Otra tema presente en El peligro de estar cuerda es cómo la realidad –esa que nos parece ‘tan sólida y estable’– puede llegar a ser solo una construcción imaginaria. Una convención. “Como yo no confío nada en la realidad y considero que el mundo es un embeleco –escribe Rosa– me gusta jugar en mis novelas con la ambigüedad, con los resbaladizos límites entre lo verdadero lo imaginario”.
Quizá por eso en este libro, que no es una novela pero sí un artefacto que todo lo suma, también hay espacio para una historia de ficción. En sus páginas aparece Bárbara, una mujer joven que se obsesiona con Rosa Montero y se hace pasar por la escritora. Acude a congresos literarios, organiza citas románticas en su nombre. Ambas comienzan a tener una relación particular que la autora narra con tal detalle que lleva a pensar, mientras se lee, si será verdad o no.
Los creadores tenemos cabezas mal cableadas. Con problemas en la comunicación de las neuronas, lo que nos hace propensos a ciertos trastornos.
Rosa Montero
–¿Por qué incluyó la ficción? ¿Para explicar, precisamente, cómo funciona su cabeza?
–Lo primero que debo decir –responde Rosa– es que la historia con Bárbara tiene partes reales y partes de ficción. No voy a aclarar cuáles son unas y otras, pero un notario podría dar fe de algunas. Los fragmentos de ficción, para mí, son los más verdaderos del libro, en el sentido de que la historia de Bárbara –esa entremezcla de ficción y verdad– demuestra la forma como veo la realidad. Y es que para mí la realidad es muy poco fiable. Nos pasa a todos, solo que algunos somos más conscientes de ello. La realidad es un espejismo. Lo mismo que la memoria: creemos que recordamos cosas, pero es un cuento. Hacer ese tipo de historias es la manera más palpable, para mí, de demostrar eso. De confirmar mi visión más profunda del mundo, que consiste en creer que la realidad es una especie de telón tenue que se puede rasgar en cualquier momento.
–En una respuesta anterior usted dijo que este libro le resultó tranquilizador. ¿Cree que le cambió en algo la vida?
–No hay un cambio radical en mi vida, pero sí hay una sensación de cierta serenidad. Al final del libro toco dos temas en los que también he llegado a conclusiones suficientes. Yo no sabía que iba a ir hacia allá porque, como te dije, lo escribí sin tener un plan. Pero después de hablar de la cordura y de cómo se engrana la realidad con lo fantástico, acabé planteándome cuál es el sentido de la vida, si es que tiene alguno. Y al hacerlo terminé hablando del sinsentido de la muerte. Así que el libro desemboca en mis obsesiones básicas: cómo dotarle sentido a la vida y cómo soportar la muerte. Porque yo escribo para perder el miedo a morir. Punto. Entonces ahí también di un pasito más en esa larguísima pelea. Por otro lado, parece contradictorio pero la vida es así, me he quedado con una sensación de vacío, porque hacer este libro ha sido muy intenso.
Estos dos temas finales que Rosa Montero trata en el libro –el sentido de la vida y la muerte– los lleva de la mano de dos escritoras que la han acompañado desde hace tiempo: Doris Lessing, a quien entrevistó en una ocasión, y Ursula K. Le Guin, con quien mantuvo una buena amistad. Con ellas habla sobre algo que le resulta particularmente sensible: el paso del tiempo, la vejez. “Ser anciano es heroico”, escribe casi al final del libro.
–¿Cambió también en algo esa idea de la vejez?
–Cuando tenía 20 años, yo miraba de reojo a la gente de 60 y decía: Dios mío, qué mayores. Me preguntaba cómo eran capaces de salir a la calle, de ir al cine, si ya tenían la muerte al lado. Con su edad, yo estaría metida debajo de la cama aullando de pánico, pensaba. Ahora tengo bastante más que eso y no estoy aullando debajo de la cama, así que algo he ido conquistando. Ursula K. Le Guin fue mi amiga y mi maestra. Al final de su vida perdió la posibilidad de escribir y eso la torturaba mucho. Fue muy triste. Pero ha habido otros que lo han seguido haciendo hasta el final. Así que miras al futuro a ver qué pasará. Pero nunca se sabe.