Intervenir o no intervenir. Ese ha sido un debate central sobre el papel del Estado en la economía. En los últimos 40 años, EE. UU. y otras democracias liberales occidentales han defendido los mercados libres, el libre comercio y un papel limitado para el gobierno, una postura conocida como neoliberalismo o “fundamentalismo de mercado”. Para algunos comentaristas, la aprobación de la Ley CHIPS y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación, las dos políticas industriales distintivas del presidente estadounidense, Joe Biden, marcó el fin del neoliberalismo y el resurgimiento del intervencionismo como paradigma dominante.
Pero esta es una falsa dicotomía. Los gobiernos no se limitan a una elección binaria entre el laissez-faire y la planificación de arriba hacia abajo. Una tercera opción, descuidada durante mucho tiempo por los responsables políticos y los economistas, es que los gobiernos dirijan procesos ascendentes de improvisación y creatividad, similares al papel de un director de orquesta. Uno puede encontrar muchos ejemplos de esto en China y Estados Unidos.
El neoliberalismo surgió como el paradigma dominante de formulación de políticas en Occidente en la década de 1980. Bajo el presidente Ronald Reagan, Estados Unidos persiguió la desregulación, redujo los impuestos y recortó los programas de asistencia social. La intervención del gobierno, según el pensamiento clásico, conduce inevitablemente a distorsiones políticas, dependencia de las dádivas estatales y, en últimas, a la corrupción. Como dijo Reagan en su discurso inaugural, “el gobierno no es la solución a nuestro problema; el gobierno es el problema”.
Poco después, el neoliberalismo se volvió global. Bajo el Consenso de Washington, un término acuñado por el economista John Williamson en 1989, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, dominados por Estados Unidos, presionaron a los países en desarrollo para que adoptaran la desregulación, la privatización y el libre comercio.
Una receta política favorecida por los formuladores de políticas y economistas fue “derechos de propiedad seguros”, que generó una industria artesanal de estudios que muestran el vínculo entre tales derechos y el crecimiento económico. La implicación era que todo lo que se necesitaba para que los países prosperaran era dejar los mercados a los empresarios privados. Y que la intervención del Estado era innecesaria, si no francamente perjudicial.
Pero no todos los países en desarrollo lo aceptaron. Desafiando las recetas occidentales, Japón y los cuatro “tigres asiáticos” –Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán– optaron por una intervención gubernamental masiva. Al elaborar planes a largo plazo, invertir en infraestructura pública y seleccionar y promover industrias potencialmente exitosas con políticas favorables, todos ellos lograron un crecimiento económico extraordinario entre las décadas de 1960 y 1990. Los defensores del modelo subyacente al “milagro de Asia oriental” criticaron el Consenso de Washington por ignorar el papel indispensable de los gobiernos en las economías de desarrollo tardío.
El péndulo ideológico ha oscilado de un lado a otro desde entonces. Los neoliberales tuvieron brevemente la ventaja después de la crisis financiera asiática de 1997, que fue ampliamente atribuida a la intervención estatal. Pero la marea comenzó a cambiar después de la crisis financiera de 2008. Ante la creciente desigualdad, la pandemia de covid-19 y la competencia de China, un número creciente de políticos y asesores argumentan que Occidente debería seguir los pasos de Asia y concentrarse en promulgar políticas industriales.
El ejemplo de China
Como dice un refrán chino, el Gobierno central prepara el escenario y los gobiernos locales interpretan la obra.
Lo que falta en el debate es el tercer camino, que yo llamo “improvisación dirigida”. Como hago una crónica en mi libro How China Escaped the Poverty Trap, las reformas económicas de China entre los años 1980 y 2012 ilustran este papel híbrido. Dirigir implica coordinar y motivar una red descentralizada de actores creativos, descubrir pero no predeterminar resultados exitosos y hacer un amplio uso de la experimentación y la retroalimentación de abajo hacia arriba.
El auge económico de China a menudo se atribuye a la planificación de arriba hacia abajo por parte de un gobierno fuerte. Pero si el autoritarismo y la planificación central fueran la respuesta, China habría prosperado bajo Mao Zedong.
La historia es que cuando Deng Xiaoping sucedió a Mao en 1978, revolucionó silenciosamente a China. El Gobierno central pasó de dictador a director, articulando objetivos nacionales claros y estableciendo incentivos y reglas apropiadas, pero también empoderando a los gobiernos locales para improvisar estrategias de desarrollo de acuerdo con las condiciones y necesidades locales.
Reflejando el pragmatismo de Deng, el sistema chino era una mezcla de múltiples elementos –a veces contradictorios–, incluidos el desarrollismo al estilo asiático y la liberalización al estilo occidental. El orden subyacente era la combinación aparentemente paradójica de dirección e improvisación. Como dice un refrán chino, el Gobierno central prepara el escenario y los gobiernos locales interpretan la obra.
El resultado ha sido una diversidad de “modelos chinos” regionales que operan simultáneamente dentro del sistema chino más amplio. Por ejemplo, mientras que las provincias de Zhejiang y Jiangsu son potencias industriales, el sector privado desempeña un papel más importante en la economía de Zhejiang, mientras que Jiangsu se basa en un modelo más intervencionista.
El papel del Gobierno de Estados Unidos en el apoyo a la innovación, que los sociólogos Fred Block y Matthew Keller llamaron “descentralización coordinada”, es otro ejemplo de improvisación dirigida. A mediados del siglo XX, Estados Unidos fomentó una red descentralizada de inventores, empresas, universidades y laboratorios dedicados a la investigación científica de vanguardia. No los dejó a su suerte ni les dijo qué hacer.
Pero sí coordinó el intercambio de conocimientos, ayudó a identificar oportunidades para comercializar descubrimientos y proporcionó fondos iniciales, lo que creó las condiciones para lo que ahora conocemos como la revolución de la tecnología de la información y la comunicación. Pero este éxito apenas es conocido por el público, porque, como explicaron Block y Keller, “no encaja con las afirmaciones del fundamentalismo de mercado”.
La capacidad de los gobiernos para dirigir los procesos creativos es más crítica en las etapas de desarrollo impulsadas por la innovación que en las primeras etapas de la industrialización masiva. A medida que una economía se vuelve más compleja y tecnológicamente avanzada, se vuelve más difícil –y tal vez imposible– para los gobiernos elegir ganadores.
La innovación, después de todo, es inherentemente incierta. En la década de 1990, por ejemplo, pocos habrían pensado que un librero en línea algún día se convertiría en el minorista global dominante.
Los responsables políticos son reacios a hablar de creatividad. Prefieren hablar de mercados o planes que reconocer que la innovación es necesariamente un proceso creativo con resultados inciertos. Pero si bien los gobiernos no pueden controlar este proceso, pueden dirigirlo e influir en él. Para hacerlo, los responsables políticos primero deben abandonar la falsa dicotomía del neoliberalismo frente al intervencionismo.
YUEN YUEN ANG (*)
© PROJECT SYNDICATE
WASHINGTON
(*) Profesora de cátedra en la Universidad Johns Hopkins.
La nueva amenaza silenciosa a la economía global
La Asociación Internacional de Economía (AIE) realizó a comienzos de diciembre en Medellín su XX Congreso Mundial. Este evento, que se efectúa cada tres años, reúne a académicos de todo el mundo para compartir y debatir los últimos avances del pensamiento económico.
La AIE se fundó en 1950, con Joseph Schumpeter como primer presidente, y la edición de este año estuvo concentrada en la urgencia de revaluar algunos de los supuestos básicos y en identificar las amenazas más prominentes en el horizonte.
Con la economía mundial cada vez más tensionada por las interrupciones de la cadena de suministro relacionadas con la guerra de Ucrania, las persistentes consecuencias de la pandemia de covid-19 y la nube de incertidumbre por los combates entre Israel y Hamás, el Congreso de este año ha puesto de relieve sobrecogedores retos.
Como era de esperar, muchas de las ponencias del Congreso de este año se centraron en el impacto de las tecnologías digitales y las redes sociales en el trabajo, los salarios y la desigualdad. Otras se centraron en la naturaleza cambiante de la globalización, el paso de un orden económico unipolar a otro multipolar y la erosión de las instituciones democráticas en medio del auge del nacionalismo populista.
La conferencia de Danny Quah puso de relieve la velocidad con la que está cambiando la economía mundial. Quah lo ilustró con el desplazamiento del centro de gravedad de la economía mundial, que él define como la “localización media de la actividad económica a través de las geografías”.
Para el 2050 el centro económico mundial se situará entre India y China, lo que abrirá oportunidades pero también avivará las tensiones geopolíticas
En 1980, explicó, este centro estaba situado en medio del océano Atlántico, reflejando el dominio de Norteamérica y Europa Occidental durante este periodo. Pero con el despegue de las economías de Asia Oriental, el centro de gravedad económico mundial empezó a desplazarse hacia el este. Quah calcula que en 2008 ya se había acercado a Esmirna (Turquía) y que para el 2050 el centro económico mundial se situará entre India y China, lo que abrirá oportunidades pero también avivará las tensiones geopolíticas y dará lugar a nuevas amenazas.
El creciente autoritarismo sigue siendo uno de los principales motores de la incertidumbre económica mundial. El creciente atractivo de los movimientos populistas, según Sergei Guriev, podría suponer una “amenaza existencial” para la gobernanza democrática, las libertades civiles y el orden mundial liberal.
Es cierto que a pesar de las sombrías predicciones de una recesión económica prolongada, la economía mundial logró esquivar una recesión en 2023, impulsada por un crecimiento inesperadamente robusto del PIB y del empleo en EE. UU. Y aunque esto ha llevado a algunos economistas a adoptar una perspectiva cautelosamente optimista para 2024, creo que esto es una mirada errónea.
El nuevo optimismo puede atribuirse a la tendencia de los analistas a centrarse en los países ricos a la hora de evaluar el estado de la economía mundial. Pero a diferencia de la recesión de 2008-09, desencadenada por el colapso del mercado inmobiliario estadounidense, la mayor amenaza para la estabilidad económica mundial procede hoy del mundo en desarrollo.
Durante la pandemia de covid-19, prácticamente todos los países del mundo se vieron obligados a aumentar el gasto público. Pero mientras los países desarrollados y de renta media disponían de recursos para comprar vacunas, medicamentos y equipos, las economías de renta baja y media-baja se endeudaron masivamente para hacer frente a la pandemia y a las subsiguientes crisis alimentaria y energética. Esto dejó a docenas de países endeudados.
Según el último ‘Informe sobre la deuda internacional’, del Banco Mundial, los países más pobres del mundo han sido los más afectados por la crisis de la deuda soberana. Se prevé que el servicio de su deuda externa, que alcanzó un máximo histórico de 88.900 millones de dólares en 2022, aumente un 40 % en 2023-24.
Ghana y Zambia ya han dejado de pagar, Etiopía probablemente lo hará en 2024 y los niveles de deuda interna en países como Argentina y Pakistán son alarmantemente altos.
Urge una intervención internacional para evitar que la situación se agrave. Porque aunque es posible que la crisis actual no tenga el impacto mundial inmediato del colapso del mercado hipotecario estadounidense en 2008, sus posibles efectos a largo plazo podrían ser de gran alcance. En particular, podría exacerbar la crisis migratoria, alimentando aún más el auge del populismo de derechas en todo el mundo desarrollado.
La comunidad internacional, especialmente las instituciones multilaterales como el Banco Mundial, deben actuar con decisión antes de que la situación se descontrole.
Análisis de Kaushik Basu, execonomista jefe del Banco Mundial y catedrático de Economía en la U. de Cornell. © Project Syndicate. N. York.