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La inocencia de las ciudades sacrificadas

¿Sabía sir Winston Churchill del bombardeo a Coventry durante la Segunda Guerra Mundial?

Imagen de la catedral de Coventry.

Imagen de la catedral de Coventry. Foto: Philip Halling / Creative Commons

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Aquello fue espantoso: sin un segundo de pausa, durante cinco horas y 40 minutos, de los cielos les llovió el mismísimo infierno a 120.000 personas: 150.000 bombas incendiarias, 1.400 bombas con 503 toneladas de alto explosivo y 130 minas marinas amarradas a paracaídas les fueron arrojadas por más de 500 bombarderos.
Cuatro horas después de la última oleada de bombas, desde las bocas de los refugios antiaéreos los habitantes de la ciudad inglesa de Coventry la vieron tal como quedó: un solo escombro.
El implacable ataque aéreo a Coventry de hace 80 años, el 14 de noviembre de 1940, no fue uno más de los miles ocurridos en la Segunda Guerra Mundial. No. El primer ministro Winston Churchill y la inteligencia británica conocían el día y la hora exactas en que ocurriría. Lo sabían porque habían descifrado un código secreto de los nazis en el que, entre otras acciones bélicas, estaba planeado.
Entonces un dilema les debió helar la cabeza a la temperatura de la indolencia: evacuar o no la ciudad. Si se desocupaba, Hitler se daría cuenta de que le habían descubierto, punto por punto, sus operaciones militares y, claro, les daría una voltereta. O no mover un dedo y dejar que la ciudad fuera arrasada. Escogieron esta última, y a partir de ahí a Coventry se le llamó la Ciudad Sacrificada.

El enigma

Dos años antes (mayo de 1938), el almirante sir Hugh Sinclair, jefe del Servicio Secreto de Inteligencia, compró calladamente la centenaria mansión Bletchley Park en la ciudad de Milton Keynes, a un poco más de 70 kilómetros de Londres. Por fuera, según un famoso arquitecto de la época, no era nada más que una “pila monstruosa de estilos gótico victoriano, tudesco y barroco holandés”. Para otros, “un sello inglés muy ecléctico”.
Pero unos y otros ignoraban lo que había por dentro: decenas de lingüistas, experimentados papirólogos, ingenieros, maestros ajedrecistas, políglotas, criptoanalistas y en especial matemáticos. Todos de nivel profesoral universitario y la mayoría titulados con méritos en Cambridge y Oxford. Un enjambre de sabios, ni más ni menos, pero con una particular relación: no podían comunicarse entre sí. Estaban en una especie de ‘cuarentena’ investigativa durante 16 horas diarias seis días a la semana.
Además, al momento de ser reclutados firmaron la ‘Ley de secretos oficiales’, en la que juraron no hablar ni con la esposa o esposo de su actividad en la mansión Bletchley Park. “Tampoco hable de ello en las comidas, ni cuando viaje o en el transporte”, y concluía la ley a una manera muy inglesa: “Cuando esté solo, tampoco lo haga con su chimenea”.
La frenética y hermética actividad en la mansión tenía una única misión: descifrar los mensajes de las ultrasecretas máquinas alemanas Enigma. Estas transmitían órdenes codificadas a los submarinos nazis que operaban en el Atlántico. Órdenes que convertían ese océano en el peor dolor de cabeza del altivo y arrogante Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte: un cementerio de sus barcos y buques. En 1942, por ejemplo, se reportaron 1.155 embarcaciones hundidas.
Ya para esos años, los responsables de Inteligencia habían concluido que descifrar Enigma era una labor mayormente matemática. No fue sencillo imponer ese criterio pues los militares desconfiaban de estos profesionales por su “difícil relación con la disciplina”.
A regañadientes cedieron y a finales de 1938, el Gobierno británico supo de un genio de las matemáticas de apenas 26 años.
Se llamaba Alan Turing y no solo era un peso pesado de los números, sino también de la lógica simbólica, de la computación, de criptografía, de filosofía y, por si fuera poco, era buen atleta. Claro, fue contratado para dirigir el equipo que en la mansión se rompía los sesos tratando de descifrar los mensajes de Enigma.
Turing era un personaje para despistar sicólogos: aparte de ir muchísimo más allá del conocimiento matemático de esos años, era tímido, tartamudeaba, lloraba, le temblaban las manos en momentos de tensión y un leve síndrome de Asperger le dificultaba relacionarse con sus cercanos. Y de remate era homosexual, que en la “Pérfida Albión”, como le decía Napoleón a Inglaterra, era delito. Y grave.
De todas maneras fueron muchos los meses en los que a la mansión no se le vio humo blanco. Aunque en su interior Turing, con una paciencia más de un oriental que de un inglés como él, desarrollaba ecuaciones y otras funciones matemáticas adobadas con algo de intuición para poder producir una máquina que fuera capaz de penetrar la máquina alemana sin que esta se diera cuenta.
Y lo logró. A mediados de 1940, en la mansión funcionaba ya a tutiplén el sistema de descifrado de Enigma, a tal punto que de ahí para adelante las herméticas acciones guerreristas de los nazis estaban, se podía decir, en vivo y directo ante el ojo británico. De tal suerte que sus submarinos pudieron ser cazados o esquivados sin que los alemanes supieran qué pasaba. Solo un par de años después de su rendición fue que se enteraron que sus códigos secretos habían sido desbaratados.
Desde luego, los informes salían de la mansión directamente a las manos de Churchill. Le llegaban en una caja sellada con clavija, cuya llave solo la tenía él. Tal era el poder que había conquistado el “inglés indomable” (así le decían con sorna sus colegas de gabinete) desde que asumió como primer ministro en mayo de 1940.
Cargo al que llegó pisando crudamente: “Defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el costo”, le dijo a todo el país, micrófono en mano, horas después de posesionarse.
Esta decisión –“al costo que sea”– la cumplió ciento por ciento a la una de la tarde del jueves 14 de noviembre del mismo año, cuando supo con certeza que Coventry sería arrasada por los nazis. Y que luego otras ciudades más correrían la misma suerte de ser sacrificadas. No le fue difícil: el Buldog –otro más de sus apodos– era capaz de hacer cualquier cosa por cruel que fuera.
Lo había demostrado en sus más de 50 años que llevaba por esos días como militar, como político y como prominente funcionario.
En su despacho y como siempre, sombrero bombín, zapatos lustrosos, whisky en mano, traje negro, la leontina visible en su chaleco, una mano en la cabeza de su eterno bastón y un puro clavado en su redonda cara y sin sus guantes blancos, dio la negra orden: solo evacúen unos pocos niños y digan que salieron de vacaciones. Entonces la ciudad fue arrancada de sus cimientos.

La sonata

Al principio, a pocos los alarmó lo que en ese instante apenas era un susurro, quizás por venir de lejos. Pero a medida que se intensificaba, el miedo iba empalideciendo a todos y si no fuera porque el mundo estaba en guerra, hubieran creído que se trataba de una gran fiesta de juegos pirotécnicos porque el atardecer oscuro de ese jueves quedó de repente iluminado.
Pero bastaron pocos segundos para que los habitantes de Coventry sintieran en sus cuerpos la verdad: el resplandor lo originaban bengalas lanzadas por aviones para que otras naves pudieran marcar con fuego los sitios que iban a ser bombardeados. A las 7:30, la ciudad quedó perfectamente clara para el ataque definitivo con explosivos de alto poder destructivo.
Las primeras andanadas de bombas demolieron el centro de esta ciudad, que para la época era tan grande como el Zipaquirá de hoy, aunque asiento de importantes fábricas de autos, bicicletas, máquinas de coser y en sus alrededores de una secreta industria de armas de guerra.
La potencia de las bombas fue tal que no solo abrió profundos cráteres en las calles, sino que destrozó las redes de electricidad, telefonía y gas, gran parte del sistema ferroviario y las tuberías de agua. Se desató en segundos un arrasador incendio que al instante convirtió a Coventry en un inmenso horno crematorio.
Los que no pudieron alcanzar los refugios antiaéreos murieron asfixiados, carbonizados o despedazados. Según reportes de la época, la intensidad del fuego creó tormentas de aire de más de 250 grados centígrados de temperatura que derretían cuanto había en las calles y subía a 1.000 grados dentro de las viviendas, que igualmente se desleían en minutos.
Los gritos de muerte de niños y mujeres y el estruendo de las bombas se escuchaban mucho más allá de los límites de la ciudad, al punto de que se intentaron ayudas externas, pero una barrera de humo espeso, fuego y escombros y sobre todo la incesante y nutrida lluvia de bombas lo impidió.
Los carros de bomberos, los buses y autos saltaban en pedazos por los bombazos, mientras puertas y ventanas salían disparadas de los marcos por los gases. Muchos hombres entraron en delirio por las pieles calcinadas y se arrojaban al fuego que vorazmente iba acabando con Coventry.
Más de dos tercios de los edificios y casi cinco mil hogares fueron destruidos y los muertos se acercaron a los dos mil a causa de los cuatro ataques aéreos con los cuales los nazis continuaron bombardeando lo que ya habían bombardeado.
El amanecer agarró a los sobrevivientes con la peor de las visiones: la famosa y reverencial catedral de San Miguel, símbolo de la religiosidad del Reino Unido, era un lastimoso esqueleto.
A este espanto de la guerra, el nazismo lo bautizó con el cínico nombre de operación Sonata claro de luna. El ultraderechista ministro de propaganda Goebbels no fue tan ‘poético’, sino que fue al grano y se inventó el verbo ‘coventizar’ para referirse a los bombardeos masivos e indiscriminados.
A los pocos días, Churchill visitó Coventry y debió pensar entre los escombros que no se equivocó cuando al asumir como primer ministro le dijo a su nación: “No tengo que ofrecer más que sangre, sudor y lágrimas”. Pero ganó la guerra. Además, según analistas, al consentir el sacrificio de varias ciudades acortó en cuatro años la conflagración mundial.
Por su parte, Alan Turing continuó trabajando como lo que era, un genio. La gloria lo acompañó hasta un día equis de 1952, cuando alguien entró a robar en su casa. Parecía un robo cualquiera. Pero no: el cómplice del pillo era su amante gay. Un delito en el Reino Unido de esa época. Cárcel o castración química, sentenciaron los jueces.
Escogió esta última. Pero entró en depresión y a los dos años untó una manzana de cianuro, la mordió y no solo desapareció físicamente, sino también como héroe al ser borrado de la historia, hasta el 19 de agosto de 2014, cuando la reina Isabel ll lo indultó y el mundo supo que Turing era el padre de la programación informática moderna.
Hoy, Coventry perpetúa ese horror con una frase escrita en las ruinas de la catedral de San Miguel por el sacerdote anglicano Richard Howard, quien durante el bombardeo estuvo rescatando haberes religiosos: “Dios, perdónalos”, las palabras de Jesucristo en la cruz, las sustituyó, como un llamado a la reconciliación, por “Dios Perdona”.
RENÉ PÉREZ
Para EL TIEMPO

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