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La vida, 80 metros bajo tierra, en un refugio del metro en Kiev
Más de 300 personas se resguardan aquí. Se sienten las fuertes explosiones, pero no hay caos.
“No quiero morir, por favor, díganle al mundo que los ucranianos queremos paz, por favor”. Alina cumple 26 años en el refugio de la estación de metro de Dorohzhychy del centro de Kiev, donde vive desde hace siete días como la gran mayoría de los (antes) tres millones de habitantes de esta capital sitiada y vaciada por una guerra que nadie se esperaba.
(Debido al interés público que suscitan los hechos entre Rusia y Ucrania, todo nuestro cubrimiento sobre esa invasión y acciones relacionadas tendrá libre para todos los lectores de EL TIEMPO)
Estamos a más de 80 metros bajo tierra, una zona a la que se llega tomando una larguísima escalera mecánica de una estación monumental y hace frío. Afuera nieva.
Se ven familias con bebés, ancianos, parejas de jóvenes, todos acampados sobre esterillas, cartones o colchonetas.
Ian, un periodista eslovaco que forma parte de un press tour organizado por el Gobierno ucraniano para que los cientos de periodistas que han llegado a cubrir esta invasión puedan oír las voces que salen de las entrañas de Kiev, advierte que la joven cumple años. Alina es psicóloga. Dice que nunca imaginó que pasaría aquí su cumpleaños. “Lo peor es que hoy por primera vez en mi vida vi llorar a mi papá”, dice, a punto de quebrarse. “No queremos morir, queremos paz”, agrega, en perfecto inglés.
El refugio de esta estación queda a 100 metros de la torre de televisión bombardeada por las fuerzas rusas hace dos días. “Si no me equivoco fue a eso de las 17 locales y hasta aquí abajo sentimos la explosión. Fue terrible. Las escaleras mecánicas hicieron ruido y todo vibró... Empezamos a mirar el celular para ver qué había pasado y poco después sentimos una segunda explosión, más fuerte. Una familia de cinco personas que vive acá cerca murió”, cuenta Vladislav, diseñador de 27 años que también se encuentra allí.
Su novia, Anastasia, una joven de anteojos y trenzas, dice que están preocupados por otra pareja que era su “vecina” en el refugio, mostrándome el espacio con dos bolsas de dormir que tienen al lado. “No los vemos desde ayer, no sabemos qué les paso”, cuenta.
Afuera, aunque la torre de TV sigue en pie, no fue derribada –el misil evidentemente erró el blanco–, a sus pies el escenario es de devastación total. Aún sale humo negro de un edificio bajo, no más de dos pisos, que solía ser un gimnasio y ahora una masa de escombros humeantes. Se huele ese clásico olor a pólvora y muerte que dejan los bombardeos. Hay que tener cuidado: hay vidrios en el piso, hierros retorcidos, metales y un auto destruido. Pero no sólo el gimnasio fue destruido. Al lado hay otro edificio también centrado por el fuego aéreo, arrasado. “Cuidado, no se acerquen demasiado que alguna parte del edificio puede derrumbarse”, advierte un colega.
Refugio en el metro subterráneo de Kiev Foto:Efe
Aunque parezca increíble, en el refugio del metro no hay caos. Todo parece estar muy organizado. Al ingresar hay uniformados armados que piden identificación e incluso controlan sus mochilas. “Argentina, Maradona, Messi”, le digo a un agente vestido de negro, que revisa mi bolso, que me sonríe y responde: “¡Agüero!”.
Vladislav y Anastasia cuentan que en el lugar tienen comida, agua y hasta baños, aunque no es perfecto, es aceptable. Se ven voluntarios que van y vienen con cajas con mantas, galletas y agua, así como bandejas con café, tortas y demás víveres.
Si bien en un andén hay un tren del subte parado con algunas personas adentro, quizás porque hace menos frío, en el andén que va en la dirección contraria pareciera que el servicio sigue funcionando.
Más allá del infierno, se percibe actitud. Como la de una señora mayor que, aún con la barrera del idioma, muestra con orgullo el guiso de papas, verduras y carne que tiene listo para comer en un plato de plástico. Dice algo difícil de comprender y aunque está a punto de estallar en llanto, intenta sonreír.
Refugio en el metro subterráneo de Kiev Foto:Efe
En el refugio también hay muchas mascotas que las familias de Kiev no han abandonado en sus departamentos; jóvenes que leen un libro o que, en el compás de espera, desatan toda su creatividad. Como Sofía, una chica de 14 años, que parece mucho más grande –la guerra seguramente hace madurar de golpe–, con pelo teñido de violeta que sobresale de su gorro negro, que pintó unos bolsos blancos muy especiales. Bolsos que muestra con orgullo a los periodistas y que algún día serán parte de la historia: uno dice “Kyiv is the capital of freedom” (Kiev es la capital de la libertad) y el otro, en cirílico, “Los militares rusos deberían irse a la mierda”, según traducen.
Caterina, docente de inglés de 25 años, está junto a una hermana y una amiga, sentada sobre su bolsa de dormir. También ella vive en el barrio, a diez minutos de la estación de subte y también bajó al refugio hace siete días.
“Tengo miedo porque mis padres se encuentran bloqueados en Volnovaja, en la región del Donbás. Esa ciudad está bajo ataque de los rusos, que no los dejan salir en ningún corredor humanitario. No hay internet, las comunicaciones están cortadas y no sé nada de ellos”, cuenta. “No tengo miedo por mí, porque bien o mal me siento un poco más protegida en este refugio, donde la gente es realmente muy amable, hasta me hice amigos... Pero tengo mucho miedo por mis padres y por mi hermano que está con ellos”, agrega, con ojos llenos de espanto. “Espero que estén vivos”.