Nadie se molestó en informar a los residentes por qué el extremo sur de su isla ya no era accesible. Todo lo que sabían era que el lugar donde las mujeres durante generaciones habían hurgado en las pozas de marea en busca de cangrejos y donde los campesinos habían trabajado durante mucho tiempo los campos de taro y mijo se había convertido repentinamente en el sitio de una obra de construcción. Comenzaron a circular rumores. Era una procesadora de piña. No, era una procesadora de pescado. Fuera lo que fuera, decidieron, significaría más empleos para los isleños.
No fue hasta años más tarde, en 1980, cuando un pastor local vio un artículo en un periódico, que los isleños descubrieron lo que en realidad era el sitio: un basurero masivo de desechos nucleares.
“El Gobierno nos engañó”, dijo recientemente el pastor Syapen Lamoran, de 76 años, en su casa en Lanyu, una exuberante isla volcánica frente a la costa sureste de Taiwán que es el hogar tradicional de los tao, una de las 16 tribus indígenas reconocidas oficialmente en Taiwán. “No les importaba que los desechos nucleares nos mataran, que el pueblo tao se extinguiera”.
Décadas después de esa revelación, el basurero sigue siendo un doloroso recordatorio para los tao de las promesas incumplidas del Gobierno. El sitio ha sido una de las causas de más alto perfil emprendidas por los indígenas taiwaneses, que fueron los principales habitantes de estas islas hasta hace cuatro siglos, cuando comenzaron a llegar colonos de China, Europa y, más tarde, del Japón imperial. Hoy en día, los chinos étnicos han representan más del 95 por ciento de la población de Taiwán de 23 millones. Los aproximadamente 583 mil indígenas, por el contrario, constituyen el 2 por ciento, y muchos aún enfrentan la marginación. Lanyu, también conocida como Isla de las Orquídeas, o Ponso no Tao, tiene poco más de 5 mil habitantes.
Los tao han luchado para persuadir al Gobierno de que elimine la instalación de desechos nucleares. Durante años organizaron protestas masivas en la isla y frente a las oficinas gubernamentales en Taipei, la capital de Taiwán. Pero a pesar de las reiteradas promesas del Gobierno de reubicar el sitio, el basurero permanece. Los funcionarios taiwaneses han dicho que la exposición de los residentes a los bajos niveles de radiación del basurero ha sido mínima, citando numerosos estudios científicos.
En el 2018, el Gobierno publicó un reporte en el que reconoce que no consultó a los isleños sobre la construcción del sitio. Las autoridades acordaron pagar a los tao 83 millones de dólares en compensación, con 7 millones adicionales a ser desembolsados cada tres años.
Los activistas más fervientes han despreciado los pagos. A otros les molesta menos. Muchos jóvenes tao dicen que tienen poco interés en seguir con una campaña que ha consumido gran parte del tiempo de sus mayores. Para ellos, la atención se centra hoy en el turismo, al tiempo que hordas de jóvenes taiwaneses visitan la isla.
“Promover la cultura tao es mucho más importante que repetir la misma vieja canción”, dijo Si Yabosoganen, de 34 años, descansando en el patio de su bar junto al mar.
Pero para la generación anterior, eliminar el basurero nuclear es una causa por la que vale la pena luchar. “No tenemos ningún colchón. Esta isla es nuestro único hogar”, dijo Sinan Jipehngaya, de 50 años, propietario del Bar Anti-Nuclear, en Lanyu.
Por: AMY QIN
y AMY CHANG CHIEN
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