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Por razones contables

Si por mi fuera, estaría durmiendo y no frente al teclado como si este fuera un día de abril.

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ESCRITOR Y COLUMNISTAActualizado:

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Esta vez me tocó la desgracia de publicar columna el 31 de diciembre. Todos sabemos que la última semana del año y la primera del siguiente componen un extraño espectro donde parece que ocurren cosas, pero en realidad no pasa nada.
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Yo no sé qué espera leer alguien que agarra el periódico en esta fecha: el resumen definitivo de los últimos 365 días, los secretos para triunfar en los próximos doce meses; ni idea. Solo sé que en esta época nadie quiere leer ni escribir ni trabajar y, salvo que esté de vacaciones, tampoco quiere existir.
Entonces estoy acá interrumpiendo su descanso por razones contables, no por gusto. Esta columna ya está incluida en la cuenta de cobro de diciembre que pasé antes del 20, así que no puedo no hacerla. Si por mi fuera, estaría durmiendo y no frente al teclado como si este fuera un día de abril cualquiera. Aunque, por otro lado, me viene bien la plata. El año pasado (técnicamente, este mismo 2022) el primero de enero cayó en sábado, y todos sabemos que ese día el periódico no circula, así que no pude cobrar dicho texto, detalle que terminó afectando mis finanzas durante el mes.
Por estos días es mejor estar de paseo que en casa, así todo esté repleto y caro. Y quienes se quedaron en sus ciudades pueden disfrutar de esa extraña y placentera quietud que solo dura dos semanas e implica calles vacías, filas de banco y de supermercado rápidas y buena atención en los restaurantes. En este tiempo, la gente que no salió de vacaciones pide que los viajantes no regresen nunca para que no se rompa la armonía. Al final, nadie quiere que la realidad vuelva, porque la realidad es cada vez más horrible.
Al final, nadie quiere que la realidad vuelva, porque la realidad es cada vez más horrible.
Por eso, nada de noticias de economía ni de política por ahora; cualquier novedad, cualquier crisis, después del puente de Reyes, por favor. Ahora estamos en una rara luna de miel con información de partidos de fútbol organizados por exfutbolistas, recochas celebradas en canchas precarias en el pueblo natal de alguno de ellos, o viendo cómo reciben el año nuevo en el archipiélago de Kiribati, al otro lado del mundo. Yo ya no concibo un diciembre sin esas dos noticias.
También estamos jugando a ser el Dalái Lama con nuestras bobadas y lugares comunes. Los amigos publican en sus redes frases prefabricadas tipo “Este año reí, lloré, cometí errores, conocí personas maravillosas, otras se alejaron...”, o el clasicazo “Página 1 de 365”. En fin, gestos que dan ganas de sacarlos de nuestras vidas para siempre, que no quiere decir que vayamos a hacerlo.
Es chistoso cómo la gente se las da de trascendental cuando está por acabarse el año, como si no se pudiera ser profundo en junio. El año pasado me tocó ver a un amigo meterse al mar a la medianoche del 31 de diciembre para agradecerle a la vida todo lo que le había dado. Fueron unos cinco conmovedores minutos con la luna cayendo sobre el agua y él alzando los brazos al cielo; muy místico todo. Le hubiera comprado el discurso si no hubiese visto cómo llevaba todo el mes pegándose unas fiestas que ni el difunto Diomedes en su prime, les cuento.
Pero no importa, que se valen todas las promesas de Año Nuevo: las dietas y los gimnasios, cultivar un hobby, acercarnos más a las personas que queremos; tantos buenos deseos que rara vez llegan vivos a febrero. Y mientras más transcurre el año y descubrimos que la vida no solo es igual a la del pasado, sino que se ha vuelto un poco peor, empezamos a desear que el tiempo pase volando. “Agosto, vete ya” y cosas por el estilo, como si la vida no fuese una sola, como si los días, las semanas y los meses pudieran repetirse a placer como quien saca vasos de plástico de un dispensador.
ADOLFO ZABLEH DURÁN

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