La Navidad, festividad cristiana celebrada en todos los países de la tierra, asocia preciosas expresiones culturales: Noel, los regalos, los árboles de luces, la cena que recrea y la numeración de los fugaces años. El Evangelio asocia la Navidad de Jesús con la paz en la tierra, así como llama bienaventurados a los pacíficos y a cuantos trabajan por la paz. Diferencia, además, su paz de la paz judía y de la herodiana, de la romana y de esa que resulta del imperio de la ley vengadora, la del ojo por ojo, que en lugar de perdonar condena.
Esa que en la Colombia reciente llamaron “paz con legalidad”, alternativa a los acuerdos de paz, descansa en el orden jurídico, en la fuerza de la ley, de los ejecutores previstos por la misma ley para hacerla cumplir, menos por la razón y más por la fuerza. Esa paz es fruto de un sistema coercitivo antes que persuasivo y vindicativo antes que restaurador. Y si el referente de la paz es el derecho penal, hay que advertir que la policía, los tribunales y las cárceles son los medios excogitados por la misma ley, que desde su lógica produce violencia, pánico y temor.
Por ahí puede verse que en tiempos de guerra y de exacerbación de la violencia se requiere de una crítica del derecho y de su fuerza coercitiva y una mirada atenta a la paz alternativa, reconstructiva, gratuita, interior, como lo hicieron Walter Benjamin en ‘Crítica de la violencia’, y Jacques Derrida, en ‘Fuerza de ley’.
La duración tan prolongada y virulenta de nuestro caos social insensiblemente justifica toda violencia por parte de la ley y el reclamo ciudadano por el derecho, por la fuerza, por la mano dura, por el monopolio de las armas y de la violencia en manos del Estado. De semejante opción fluyen las políticas nefastas de seguridad nacional, en cuyo nombre se legitima todo atropello, violación de libertades, conformación social de redes de informantes a sueldo y a divisa, coerción máxima de todos los códigos vigentes hasta el de procedimiento penal y el carcelario. Y hay multitudes que saludarían con delirio el establecimiento de la pena de muerte, que fuera el triunfo y la supremacía definitiva del derecho y de la ley por sobre el definitivo envilecimiento humano. Solo que el abultado volumen de las leyes coercitivas y punitivas es apenas proporcional con el prontuario creciente de la descomposición moral de la nación.
¿Entonces, anulamos la ley? ¡De ninguna manera! se pregunta y se responde Pablo, es decir, el cristiano, el que se sitúa, no en la ilegalidad, sino en la valoración justa de la ley; el que sabe que la ley pone temor, señala la culpa, tipifica el delito y ejecuta la pena, pero es incapaz de levantar, restaurar, trasformar personas y conglomerados mediante un orden de relaciones diferente a la ley permisiva y a la legalidad represiva.
“Todo es deconstruible, menos la justicia”, es comprobación rotunda de Derrida. Por eso las viejas instituciones hebreas y aun las cristianas, toda institución legal y todo cuerpo de derecho penal han de entrever caminos hacia la justicia restaurativa del ser humano, que lo libra, lo dignifica, lo reconstruye, lo salva: “La identidad cristiana es el juego de una deconstrucción de una justicia que pudo ser razón esencial del cristianismo, pero que ya no lo es porque la justicia ha venido se ser una fuerza ‘atea’ o núcleo crucial hacia el cual el mundo se dirige”. Colombia, “país de leyes”, deberá transitar el inédito camino hacia el país de gracia y de amor interior, de reconciliación, de amistad política y de fraternidad social entre hermanos y ciudadanos que celebramos Navidad. ¡Feliz Navidad!
ALBERTO PARRA, S. J.