La justicia de nuestro país se ha caracterizado por ser lenta, ineficiente y poco independiente, motivo por el cual las redes sociales se han vuelto cada vez más los escenarios de debates sobre temas polémicos que terminan en la ‘judicialización’ de los personajes públicos a través del daño a su imagen o la cancelación definitiva del contenido que producen. Esto implica silenciar, burlar, obviar, desconocer o, incluso, deslegitimar las opiniones de las personas.
En un primer momento, aunque podemos pensar que la cancelación es efectiva, pues permite tomar la justicia por las propias manos y obligar a las personas a estar en sintonía con lo que parece ser una moral colectiva, en la práctica nos aleja de un diálogo nacional necesario para conciliar nuestras diferencias.
Las personas que cancelan se alejan de esta forma de comentarios y pensamientos hirientes, reafirman también su condición de víctima empoderada al sentir el apoyo de muchas personas que simpatizan con sus denuncias, pero se cierran a la posibilidad de crecer y aprender del otro.
Por ejemplo, muchas personas han decidido cancelar, no leer más, los comentarios que pone Carolina Sanín en su perfil de Twitter, ya que la acusan de ir en contra de la comunidad trans, entre otros comentarios; algunos han decidido cancelar a seguidores de políticos simplemente porque no encuentran puntos en común con ellos, otros cancelaron a María Alejandra Silva por su comportamiento reprochable en Buró, y recientemente se ha decidido cancelar a Alejandra Azcárate por el caso de la avioneta de su esposo.
Dejar de seguir, de oír sus voces puede ser muy liberador para algunos porque creen que es la forma como debería actuar la justicia, de forma rápida, eficaz y contundente. Sin embargo, este ejercicio de la cancelación nos enfrenta a grandes retos en una sociedad en proceso de construcción de paz.
En primer lugar, el hecho de pensar que podemos ejercer la justicia por nuestras propias manos aumenta la bola de nieve de la violencia que vive el país y contribuye a un debilitamiento de la credibilidad y el accionar de nuestras instituciones, así como también aumenta las probabilidades de que el debate llegue a acciones físicas que atenten contra la vida del otro.
En segundo lugar, a través de la cultura de la cancelación estamos en una constante pugna contra la diferencia y nos encontramos cada vez más cercanos a una censura deliberada contra cualquiera que piense distinto.
En tercer lugar, y atado con lo anterior, al querer tener una homogeneización de las opiniones y ser adversos a la diferencia, caemos sin querer en un debilitamiento de la crítica y del debate, pues no oímos a aquellos que piensan distinto, sino que nos encerramos en nuestra burbuja ideológica pensando que todo está bien mientras no escuche la diferencia.
Normalmente pensamos que cambiar de ideas y no ser firmes en nuestras convicciones denota una debilidad de nuestro carácter, pero en realidad demuestra una gran fortaleza y capacidad de conciliar lo diverso con lo propio. Sin duda alguna, implica no sentirse agredido con la incomodidad que la diferencia genera en nosotros y estar dispuestos a entrar en un ejercicio de reflexión y adaptación de nuestras posiciones.
Escuchar al otro significa hacer el intento de comprender su punto de vista, estar abierto a cambiar lo que pensamos por lo que el otro propone o, incluso, a abandonar nuestras ideas por las del otro. Cancelar nos aleja del otro, nos invita a ser agentes de la polarización y destructores u obstáculos de la paz que requiere nuestro país para sanar.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR