A Andrés Salcedo hay que recordarlo oyendo a Celia Cruz y Johnny Pacheco, alegremente. Se nos fue un sonero mayor de Curramba, un artista de la voz y el pensamiento. Un hombre que supo arraigarse en España y Alemania, sin perder el picante caribeño que todo lo sombrea de colorido y un humor inteligente. Un buena vida, sin aspavientos, sencillo. Cómo olvidar sus narraciones del fútbol alemán, un hito de espontaneidad y refinamiento, en un país de gritones. Inigualable.
Tuve la fortuna espiritual de ser el editor de su novela El día en que el fútbol murió, un drama del crack brasileño Heleno de Freitas, que él supo relatar como ninguno. Iniciamos una amistad que la muerte no podrá borrar; era hincha furibundo del Junior, pero su segundo equipo en Colombia fue Santa Fe, sufrimiento y gozo que compartimos en la fraternidad secreta que brinda el fútbol. La vida tiene sus momentos paradisiacos, con Isabel, lo visitamos unos días en Puerto Colombia, donde compartimos con Vilma, el último amor de su vida, una dama que se movía entre el sigilo y la amabilidad, de las primeras lingüistas mujeres que se ganó una beca en Estados Unidos, relación que recuerda en algo a El amor en los tiempos del cólera: una primavera en el otoño de sus vidas.
Fue un trovador, oírlo narrar sus historias, todo en su voz adquiría el tono de leyenda. Preciso, imaginativo y vigoroso. Sus aventuras en Ámsterdam, sus recuerdos infantiles del barrio Abajo, en Barranquilla, al que le dedicó un libro. Se nos fue Andrés, pero dejó un gran legado para el periodismo deportivo, para la crónica literaria, para los que nos acercamos a su noble corazón. Lo recuerdo manejando un carro automático, en plena hora pico de Barranquilla, ¡un desastre!, más perdido que sus pasajeros, pero llegamos a casa. Un atardecer de aguas doradas y epifanías en el nuevo malecón a orillas del río Magdalena.
Algún día, hablamos del irrelevante presidente de los colombianos, y él rotundo lo definió: "Pasmarote". Un colombiano culto, hacedor de sí mismo, un héroe de la barriada, a mucho honor. En medio de una tertulia lírica exclamaba en una descarga, "careverga", para exaltar o denigrar a algún semejante. Ahora, en las postrimerías del mundo que nos tocó vivir, su potente voz y su risa franca nos dejan la imagen de un ser humano maravilloso y el silencio de su memoria.
ALFONSO CARVAJAL