Por esos avatares de la vida, en el camino entre Medellín y Bogotá, hice un tránsito de un día en Honda. Quería estar solo, en otro paisaje del tiempo interrumpido. De joven estuve de paso nomás y recordaba el calor soporífero de su nombre. En la noche salí y topé la casa esquinera donde nació Alfonso López Pumarejo, hoy convertida en museo.
Me hospedé en un hotel con vista al río Magdalena y vi las luces navideñas que se tornaban en olas violáceas y melancólicas. En la mañana salí al balcón y observé las olas marrones de cabellos de león, que si mal no recuerdo lo dijo el poeta Lugones, refiriéndose al gran río del sur. Desde muy temprano un sol canicular me espabiló a internarme en el alto del Rosario, en el cual otra pequeña ciudad despliega su historia en su arquitectura de piedra y nostalgia.
Antes de subir por las calles empedradas hallé la plaza municipal, inaugurada en 1935, que ocupa una manzana y aún conserva ese delicioso rumor de los pueblos desperdigados por la ilusión de la patria. La curiosidad me pudo y recorrí su interior de legumbres, frutas, tamales de la región y los ramilletes de los pescados de río colgando en las carnicerías. En el camino a la catedral del Rosario, erguida en el siglo XVII, vi el hotel La Belle Époque con sus reminiscencias parisinas; en la plaza de la catedral del Rosario está un busto de Juan Armero, un prócer mariquiteño que el pacificador Murillo mandó a fusilar allí y luego exhibió su cabeza en una jaula, para amedrentar cualquier rebelión; recordándome que la violencia no ha mermado en esencia por este mapa accidentado.
Encontré un palacete republicano, Villa Ellen, de recias columnas, rodeado de palmas y el vuelo y el canto de unos pequeños pájaros amarillos. Un casco patrimonial de la colonia con retoques arquitectónicos más recientes conforman este jardín de piedra, este espejismo del tiempo. Me sedujo el silencio laberíntico, sus líneas imaginarias para comprender de dónde vinimos y qué somos.
Caminé por el puente Navarro, construido en el siglo XIX, el primer puente de hierro en tierras suramericanas. Di una vuelta por el Museo del Río, que debe ser un punto neurálgico de esta travesía, y soñé con un país donde la historia, la cultura y la educación no fueran un asunto menesteroso y la memoria sea un espejo donde miremos sin arandelas las honduras del paisaje.
ALFONSO CARVAJAL