Me han llamado Cartáfilo. Dicen que así me llamo y sonreí cuando escuché semejante invención. Poco importa mi verdadero nombre cuando lo importante, gracias a toda mi experiencia y siglos de errar, es un simple y cristalino mensaje. Que se escuche, se lea, se transmita y se comparta, ¡sería lo ideal! Pero todo eso me es insignificante ante la condena que pesa sobre mí. Sé que algunos de ustedes me han olvidado o prefieren ignorarme; otros, muchos, sí me conocen y saben muy bien cuál fue mi sentencia, mi patíbulo: ¡un perpetuo insomnio! Ella, al comienzo ―que a nada le teme y todos le temen― huía sobre la brisa cuando sospechaba y sentía mi presencia: sabe muy bien que si se apiada de mi existencia estaría poniendo fin a su contrato universal.
No sé cuántas veces me disfracé y tomé el lugar de un miserable reo condenado a muerte; el lugar de un verdadero culpable o el de algún infeliz de turno, pero ella susurraba al oído del verdugo y yo terminaba vulgarizado como prueba de clemencia ante una muchedumbre inconsciente, chillona, ignorante y sin criterios. Intenté también mimetizarme en masacres y magnicidios; mas, ella, minuciosa y perfeccionista como siempre, repasaba la lista; tocaba a los hombres; daba descanso a las mujeres; se apiadaba de los niños; se enternecía ante el sufrimiento de los animales, hacía reposar las plantas marchitas; y luego…, ¡me ignoraba!
La primera vez que me otorgó un minuto, suspiró, se reposó y clamó: “¡créeme, caminante errante! Muchas veces he querido ayudarte porque no he conocido mayor suplicio en el mundo que tu condena, pero no puedo hacerlo. El equilibrio terrenal es mi labor, ¡excepto contigo! El día que sea tu turno ―entonces― un nuevo equilibrio se habrá establecido”. Y ahí, aquí, allá… en todos esos lugares de la tierra que la he visto caminar, quedaba yo con mi vida intacta, vacío de cualquier sensación de dolor, pena o tristeza y rodeado por su impecable trabajo que, muchas veces, yo terminaba sepultando. He visto un millar de veces toda su labor y siempre me he hago la misma pregunta.
La segunda vez que me habló y sonrió fue cuando yo tomé la decisión de no buscarla más para no entorpecer su trabajo. Ocurrió casi un siglo después de haberse llevado al temible Gengis Kan en un día muy similar a los actuales cuando el miedo, el pánico y los embustes ―más viejos que el día, la noche y yo― le ganaban al viento y al caballo en todas las direcciones. Ella venía cansada de repetir el mismo y milenario trayecto: La ruta de la seda. Levantó su mano, yo le correspondí el saludo con la mía y antes de perderla de vista, muy esperanzado, le pregunté: “¡¿Lo han comprendido ya todo, ahora sí?!” “No… ¡aún no lo comprenden, caminante! Solo cuando me acerco y los tomo de la mano logran vislumbrar, un poco, el sentido de todo”, me respondió, sonrió amargamente y continuó su camino.
Siento que les comparto una vivencia de ayer cuando se ha existido y penado tanto sobre el mundo como yo. La historia ―para mí― es algo que tan solo unas horas antes ha ocurrido, pero algunos aspectos jamás se han modificado sobre la faz de la tierra en todo este tortuoso tiempo: ¡la condición humana y el imperecedero poder! Ayer ―durante la peste negra― fui testigo de las más mezquinas actitudes del hombre con su semejante cuando los instintos más primitivos prevalecieron ante la piedad que hubiera podido engendrar la razón; conocí también la soberbia de gran cantidad de reyes de turno desafiando la peste, culpabilizando a los demás y vociferando llenos de miedo que “el azote de la tragedia nunca los tocaría”. Luego, pese a montañas de oro, médicos, brujos y rezos, los vi morir dolorosamente mascullando ―con ellos― sus estériles orgullos mientras sus antiguos aduladores festejaban sobre sus restos. Lamentablemente, sus terquedades, soberbias, megalómanas y demagógicas decisiones también se llevaron a la tumba almas inocentes, seres sin culpas ni pecados; es decir, todo esto es un mensaje atemporal, una advertencia moral. Mi relato de ayer es la repetida noticia de hoy dentro del crisol de la humanidad y sus milenarios comportamientos en los cuales ―por el momento― no hay muestras de arrepentimiento o cambios prometedores y mi eterna pregunta vuelve a martillar: ¡¿cuándo despertarán para verse vivos antes de que venga ella y les cierre los ojos para siempre?!
P.S.: Les reitero: he sido condenado a errar hasta la parusía, también es verdad aquella parte del relato, Él me miró cuando cargaba su cruz, ¡pero jamás me condenó! El origen de mi condena es otra historia…
Andrés Candela