Uno de los peores crímenes contra los derechos humanos, con legislaciones y tratados especiales en el Derecho Internacional, encuentra en nuestros días una indiferencia tan generalizada como su aplicación en gran parte de la humanidad, empezando por la potencia más importante: Estados Unidos.
En días pasados, el Senado confirmó a la señora Gina Haspel como directora de uno de los organismos decisivos en la política exterior de Estados Unidos, la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Haspel, apoyada por la mayoría republicana, con honrosas excepciones, como la de John McCain, trabajó durante 33 años como agente encargada de los trabajos sucios de la agencia (‘operaciones encubiertas’). Lo único que ha salido a la luz hasta ahora fue su actuación como supervisora de las torturas y los tratamientos brutales de la cárcel secreta de la CIA en Tailandia, pero su prontuario debe de ser tan amplio que la condujo a ofrecerle al presidente Trump su renuncia, por las complicaciones que podría plantear en el futuro la desclasificación de otros aspectos de su historial.
Por el contrario, Trump, que se manifestó desde su campaña electoral tolerante con el uso de la tortura y su utilidad “contra sospechosos y yihadistas”, defendiendo expresamente el uso del llamado ‘waterboarding’ (ahogamientos simulados), dentro de los llamados ‘interrogatorios reforzados’, defendió a capa y espada el nombramiento de Gina Haspel al frente de la CIA, lo que finalmente ha conseguido.
Es curioso que ese nombramiento, como la revelación de que continúa la actividad secreta e impune de las ‘cárceles secretas’ de la CIA en distintos puntos del mundo, e incluso a bordo de barcos que circulan por aguas internacionales, no haya causado la menor conmoción en la opinión.
Antecesor de Trump, el demócrata Obama prometió en su campaña acabar con todo esto, pero ni siquiera cumplió con una de sus primeras promesas, cerrar Guantánamo, el centro de detención ilegal más próximo a las costas estadounidenses en la isla de Cuba.
Además de Asia, estos centros también funcionan en algunos Estados de Europa, como Polonia, Lituania o Rumania, y en algunos países del norte de África. Y, lo que es peor, se va extendiendo la opinión de que la aplicación de la tortura, como declaraba recientemente la líder del segundo partido de Francia, Marine Le Pen, “podría ser respetable en determinados casos”.
Los métodos han ido sofisticándose, paralelamente a una especie de indiferencia general, lo que podríamos llamar un cierto ambiente de ‘banalidad’, parafraseando a Hannah Arendt. Del ‘walling’ (golpear contra un muro al detenido) pasamos a la privación sensorial, la violencia sexual, el ‘dolor autoinfligido’..., todo ello con la supervisión de médicos y siquiatras.
En 1987 entró en vigor una Convención Internacional contra la Tortura, un delito que ya estaba contemplado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Pero, según Amnistía Internacional, más de 140 países la practican hoy en el mundo de una u otra forma.
P. S. Una coincidencia. El mismo día que Estados Unidos rompió el acuerdo nuclear con Irán, el antiguo jefe militar Oliver North fue nombrado presidente de la Asociación Nacional del Rifle, un poderoso semillero de votos republicanos y contribuciones para la presidencia de Trump que presiona en favor de la venta libre de armas, decisiva en las periódicas masacres que conmueven a los estadounidenses. Como se recordará, bajo la presidencia de Reagan, Oliver North vendió clandestinamente armas al Gobierno de Irán, con el que Estados Unidos no mantenía relaciones diplomáticas, para financiar a la contra que combatía a los sandinistas en Nicaragua. Fue el llamado caso Irán-contra. Las relaciones internacionales son de ‘geometría variable’.
ANTONIO ALBIÑANA