El mundo real puede suspenderse por un momento y convertir lo cotidiano en algo extraordinario. Eso hacen la literatura y el arte, el amor, la poesía, pero también puede ocurrir en un sitio de la ciudad, y lo ordinario, adquirir un poder que envuelve. Ocurrió en una sencilla librería de Oporto (Portugal) cuando unos jóvenes vieron, como una revelación, que las escaleras que subían, repletas de libros de viajes y planetas, eran las mismas de los relatos de Harry Potter. Sorprendidos compartieron su descubrimiento por las redes. Los fanáticos corrieron en tropel a ver el hecho y confirmaron lo visto: la ficción se hacía realidad palpable. La librería Lello fue calcada por la célebre escritora J. K. Rowling en sus libros y filmes donde el colegio Hogwarts practica la magia.
Para orgullo de los lectores del mundo, una pequeña librería se volvió el sitio turístico numero 1 uno de Oporto, nadie se lo quiere perder. Tampoco yo. Con mi hija Laura, millennial y legítima heredera de Potter, pero discípula del Dr. Llinás y a pesar de ser hoy doctoranda de ciencia y cerebro, nunca ha dejado de ver restos de Harry en las instalaciones en Londres, donde estudia, ya sea un edificio gótico, largas mesas de madera oscura adonde se reúnen los profesores, sala del decano con puertas secretas o una estación de metro que pareciera abrir las paredes y uno poder atravesarlas.
Con ella me fui a hacer una larga cola para subir las escaleras y vivir este advenimiento. La guía nos contó que era tal la afluencia de curiosos, hasta temer que se derrumbaran las escaleras, entonces decidieron cobrar 8 libras y ocurrió otro misterio del turismo: apenas se cobra va más gente, como si se reconociese lo sagrado de un sitio.
Al fin subimos y bajamos las escaleras de formas imposibles. Laura permanecía lela, veía lo que había imaginado; las tocó, olió y fotografió para llevarse algún pedazo real de Potter. Pero lo más dramático faltaba. Tomamos de afán un taxi al aeropuerto de regreso a Londres y de pronto el conductor se detuvo bruscamente. Apareció una manifestación de gente rara vestida con túnicas negras hasta los pies, bailaban, como especies de brujos y brujas, se nos acercaban.
El taxista pidió calma, era una fiesta de estudiantes; una penitencia en un juego grupal originado en el siglo XVIII: los que pierden deben disfrazarse y salir a bailar a la calle. Ahí mismo experimentamos en Oporto el desvanecimiento de la delgada línea entre ficción y realidad.
ARMANDO SILVA