A lo largo de la historia, la arquitectura ha sido utilizada para proyectar la influencia y la autoridad de quienes la encargan. Por eso no sorprende que la mano de Trump llegue hasta pretender influir en el diseño de los edificios federales. A través de una orden ejecutiva (una más), que se titula "Promover una hermosa arquitectura cívica federal", se ordena que los edificios de gobierno sean diseñados con un estilo neoclásico.
Se intenta dar un giro para alejarse del estilo brutalista de muchos de los edificios federales construidos entre los años cincuenta y sesenta, y que según la directiva "era poco popular entre los americanos". Trump había anunciado esa orden a finales de 2020, pero Biden la echó para atrás en 2021, bajo el argumento de que la política arquitectónica debe ser neutral para poder garantizar la libertad creativa.
La arquitectura brutalista (destacada recientemente en la película The Brutalist) se caracteriza por el uso del concreto y sus formas geométricas con pocas ventanas. Sus construcciones imponentes, grises y austeras, transmiten una sensación de frialdad en la que prima la funcionalidad y no la estética. Guste o no, es un testimonio de la posguerra, una época de reconstrucción y escasez que también se plasmó en el diseño y la arquitectura. Su valor radica en ese contexto histórico.
Es a través de la arquitectura como las sociedades pueden reinterpretar el pasado e imaginar el futuro.
El caso es que la directiva de Trump, como era de esperarse, ha generado muchas críticas que tienen que ver con la limitación implícita a la libertad de los arquitectos y al tono nacionalista de la política. El Instituto Americano de Arquitectura respondió diciendo que los diseños federales deberían servir a las comunidades que utilizan esos edificios, no a preferencias ideológicas de una istración.
Yo estoy de acuerdo con las críticas. Si bien un gobierno puede orientar el desarrollo urbano en función de criterios como identidad, sostenibilidad, y las necesidades de la población, imponer un estilo responde más a la ambición de poder que al bienestar común. La libertad creativa debe prevalecer siempre, pues es el motor que impulsa la innovación.
Es a través de ella como las sociedades pueden reinterpretar el pasado e imaginar el futuro. La defensa del patrimonio es también fundamental, porque cada construcción encierra una historia y una visión del mundo que merecen ser tanto preservadas como reconocidas.