Para los latinoamericanos, familiarizados históricamente con la doctrina Monroe y la famosa frase de Theodore Roosevelt, "¡I took Panama!", tal vez no hay sorpresas.
Las declaraciones del presidente Trump sobre Canadá, sin embargo, motivan perplejidad. A menos que se tomen como un chiste de mal gusto. Sugerir que Canadá se convierta en el estado número 51 de Estados Unidos es una afrenta contra la soberanía del país. Las referencias al anterior primer ministro canadiense, Justin Trudeau, como "gobernador" (del supuesto estado 51) fueron insultantes.
Aquí los tiros le salieron por la culata.
Antes de sus repetidas provocaciones, pocos le apostaban a la sobrevivencia del Partido Liberal de Trudeau en el poder. Todo indicaba entonces que el electorado canadiense se movería hacia sus opositores, los conservadores liderados por un simpatizante de Trump.
Hoy, todo parece indicar que los liberales seguirán en el mando. La reacción nacionalista frente a la retórica agresiva de Trump ha favorecido casi de inmediato a Mark Carney, quien reemplazó a Trudeau como líder de los liberales y, como primer ministro, aspira a consolidar su autoridad tras haber convocado elecciones generales para el 28 de abril.
El ascenso inesperado de Carney es más que simbólico. Con poca experiencia en el redil político, Carney se había destacado, primero, como el banquero central de Canadá y, después, internacionalmente al frente del Banco de Inglaterra.
Con su perfil de tecnócrata, con doctorado en economía de la Universidad de Oxford, Carney representa casi todo lo opuesto a la figura populista de Trump. Ha sabido levantar la bandera nacionalista, y cómo no, en un momento oportuno. Pero lo ha hecho en un lenguaje digno y respetuoso, lejos del de la camorra que parece extenderse sin límites en el mundo polarizado de nuestros tiempos.
El ensayo de Ignatieff, motivado por sus naturales preocupaciones canadienses, está lleno de importantes advertencias con dimensiones continentales.
¿Por qué Trump decidió lanzarle "granadas retóricas" a Canadá? Es una pregunta que se hace Michael Ignatieff, el prestigioso intelectual canadiense, en un ensayo reciente ("Canada fine line", The Financial Times, 19/01/25).
El interrogante se vuelve bien relevante al apreciar los lazos históricos entre ambos países, que Ignatieff describe como "íntimos", no solo como buenos vecinos que comparten una de las fronteras más largas del mundo.
Hay además muchos parecidos –tantos, dice Ignatieff, que para quienes los ven desde afuera no perciben diferencias–. Pero las hay. Muchas. En la forma de gobierno; en la composición demográfica; en las lenguas; en la formación histórica de sus instituciones. Y ahora, en la era de Trump, en los valores predominantes.
El ensayo de Ignatieff, motivado por sus naturales preocupaciones canadienses, está lleno de importantes advertencias con dimensiones continentales.
Los "designios" de Trump sobre Canadá serían parte de su misma visión sobre el lugar de Groenlandia, Panamá, México y, por extensión, de Latinoamérica, en sus relaciones con Estados Unidos. Sería un regreso a la versión más cruda de la doctrina Monroe. Para Ignatieff, sería también el futuro mundial bajo la mira de Trump, dividido en tres “zonas de influencia: “la China en el este asiático, Rusia en Euroasia, y la Americana”, el hemisferio occidental, desde el Ártico hasta el fin del cono sur, la zona exclusiva del control estadounidense.
Los sucesos políticos recientes en Canadá adquieren inusitada resonancia global. Carney ha entendido el significado de su protagonismo en alianza con Europa. En un escenario donde la democracia liberal y sus valores de tolerancia, pluralismo y diversidad se ven arrinconados por populistas de todos los colores, Canadá aparece de pronto como una especie de salvavidas.