Fue siempre mi primera escala en El Dorado.
Como en tantas otras ocasiones, tras el aterrizaje del avión de Londres, me dirigí de inmediato a esa tienda atiborrada de mercancías turísticas abierta en horas del amanecer. Pregunté por la prensa del día.
"Ya no vendemos periódicos" fue la respuesta.
Incrédulo, miré a mis alrededores en ilusa búsqueda de sus bultos que solían amontonarse en el suelo, cerca de la caja registradora. Allí todavía venden libros –sobre historia y política colombiana, autoayuda, novelas, literatura infantil–.
¿Y periódicos?
"Tuvimos que cancelarlos", me dijeron: "Si acaso se vendían dos ejemplares diarios".
No sé desde cuándo tomaron tal decisión. Imagino que es una noticia trasnochada, sin sorpresas para nadie.
Era la primera vez, sin embargo, que aterrizaba en un aeropuerto internacional sin prensa (después descubriría que en el lounge de Avianca ofrecían EL TIEMPO y La República). Quizás su ausencia se haya extendido en otros aeropuertos. Pero, por lo menos, los estantes de prensa en las tiendas de WHSmith en Heathrow, en Londres, siguen repletos, aunque tal vez con menos volúmenes y titulares que antaño.
Es, por supuesto, una señal de nuestros tiempos que se propaga con general indiferencia.
Es predecible que una sociedad que apenas lee un libro al año por persona se deje cautivar, sin mayores resistencias, por los nuevos medios de la era digital.
Habría razones para la preocupación pública, sobre todo si la ausencia de periódicos en los aeropuertos es apenas otro indicativo de su agonía, del que pareciera su inevitable destino frente a la última revolución tecnológica que ha transformado nuestras vidas en dimensiones aún insospechadas.
En países de arraigada cultura escrita, las tradiciones de los libros y la prensa sirven de defensa casi natural frente al impacto arrasador de los medios digitales. El consumo de noticias en videos cortos, por ejemplo, parece ser mucho más bajo en los países europeos que en los africanos y latinoamericanos.
No debe sorprender. Es predecible que una sociedad que apenas lee un libro al año por persona se deje cautivar, sin mayores resistencias, por los nuevos medios de la era digital.
En la historia de la lectura, los periódicos tienen un lugar muy especial. En tiempos modernos, su desarrollo estuvo estrechamente vinculado con la misma historia de la democracia y las libertades. No hay que idealizarlos para poder apreciar su contribución al ejercicio deliberativo que exige la construcción de sociedades plurales, tolerantes y civilizadas, sobre valores que hacen posible la convivencia pacífica.
Desde el advenimiento de la televisión, los periódicos han tratado de adaptarse a los nuevos desafíos para sobrevivir. Primero, la tendencia fue ampliar las imágenes visuales y reducir la extensión de los textos escritos –una especie de proceso deseducador de la lectura, bastante inadvertido–. Hoy casi todos son también plataformas digitales, productores de dos especies conectadas pero bien distintas: sus impresiones en papel y sus ediciones digitales.
Personalmente, conservo una enorme nostalgia por los periódicos de papel.
No me canso de repetir la anécdota de haber sido criado en una casa donde llegaban cinco periódicos diarios, locales y nacionales, de diversas posturas políticas. Sus ejemplares se acumulaban al lado de la cama de mi viejo, quien los leía con cuidado, hasta sus avisos clasificados. Las memorias de mis primeros viajes al exterior evocan momentos de entusiasmo al descubrir los kioscos callejeros de prensa, y de placer al sentarme en un café para leer diarios que habían hecho historia.
Mantengo lealtades con el periodismo de papel. Ya no será posible comprar periódicos en mis pasos por El Dorado, pero seguiré visitando aquella tienda para constatar sus ausencias.