Parecería, en principio, una distinción simplista. El campo de las relaciones internacionales suele dividirse entre quienes ven el mundo moverse por el poder de la fuerza bruta, y quienes le otorgan peso a los valores y las ideas.
Joseph Nye, profesor emérito de la Universidad de Harvard, se destaca entre los últimos como uno de sus más notables exponentes. En 2004, publicó Soft Power: The Means to Success in Global Politics libro con el que popularizó la expresión acuñada por él décadas atrás: "poder suave".
La reelección de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos vuelve a motivar interés en las teorías de Nye. No, claro está, porque Trump represente "poder suave" alguno. Todo lo contrario. Con Trump, como quedó expuesto a todas luces en el espectáculo televisivo con Volodímir Zelenski, el líder de Ucrania, el "poder suave" norteamericano ha comenzado a brillar por su ausencia.
Y en ausencia de "poder suave", ¿qué sucederá con el liderazgo global ejercido por Estados Unidos, casi indisputable en las últimas décadas?
Tal es el interrogante abordado por Nye en un lúcido ensayo que publicó en el
Financial Times en días pasados (
Is this the end of soft power?, 8/3/25). Nye abre sus reflexiones reconociendo las complejidades del ejercicio del poder mundial. Las armas y el dinero –manifestaciones del "poder duro"– importan.
En "el largo plazo, sin embargo, prevalece el poder suave2 –así lo demostró, nos recuerda, la caída del Muro de Berlín, símbolo del triunfo de los valores democráticos y liberales al fin de la Guerra Fría–.
El presidente Trump no cree en el "poder suave". "No lo entiende", nos dice Nye.
El presidente Trump no cree en el "poder suave". "No lo entiende", nos dice Nye. Solo así se explican sus "intimidaciones a Dinamarca sobre Groenlandia", sus "amenazas" a Panamá y, por supuesto, su "apoyo a Putin sobre el tema de Ucrania". El "desmantelamiento" de Usaid, la agencia norteamericana de ayuda al desarrollo, es otro ejemplo diciente.
El "poder suave" no solo depende de las acciones internacionales. Nye enfatiza en una especie de "capital social" que un país puede tener para atraer a otros a su órbita de liderazgo, como serían las instituciones liberales y democráticas identificadas históricamente con Estados Unidos. Esta dimensión del "poder suave" también parece ausente en el nuevo "orden internacional" que se desenvuelve en la era de Trump.
Al desentenderse del "poder suave", Trump estaría dejando espacios abiertos para ser ocupados por otros. Nye dedica atención a China y a su política estratégica de invertir en "poder suave" en las últimas décadas, con rentabilidad particular en algunas regiones, como en África –aunque ello podría explicarse más por la chequera china (expresión de "poder duro")–.
Es curioso que Europa esté bastante ausente de su reflexión. Ello se debe quizás a los lazos casi existenciales entre el "poder suave" y el "duro" para la efectividad del liderazgo internacional. La crisis reciente desatada por el tema de Ucrania ha expuesto la necesidad de rearme en Europa y su déficit de "poder duro".
Nye hace un esfuerzo por cerrar su reflexión con optimismo. Identifica en las cortes norteamericanas, en las eventuales reacciones del mercado y de los votantes, y en el sistema federal algunas de las principales razones para creer en la sobrevivencia del "poder suave". Sin embargo, predice tiempos difíciles en el siguiente cuatrienio.
Por lo pronto, la figura del "gran garrote" parece más ajustada a los tiempos de Trump. No obstante, quien abanderó la expresión como estrategia suya, el entonces presidente Theodore Roosevelt, la entendió con formalidades que su sucesor ignora: "habla suavemente y lleva un gran garrote, así llegarás lejos".