Todo el mundo estaba advertido. Nada debería sorprender.
Sin embargo, la cascada ininterrumpida de noticias producidas por los decretos presidenciales de Donald J. Trump y su forma de accionar, mantiene a la opinión pública internacional atónita. (No encuentro mejor palabra para describir este momento de asombro, "hasta el punto de no poder reaccionar").
Son tantas, y en tropel, que apenas comenzamos a digerir una cuando sobrevienen las otras. El listado es enorme y su recitación se ha vuelto un lugar común en la prensa, que sigue a la expectativa del desenvolvimiento del desorden global ante nuestros ojos.
Esta semana abrió con la imposición de altas tarifas a México, Canadá y China. El advenimiento de una guerra comercial, previamente anunciada, fue una distracción temporal del que parece, hasta ahora, una de las medidas más significativas de la política exterior estadounidense en las primeras semanas de Trump en la Casa Blanca: su alineamiento con Vladimir Putin, el zar ruso del nuevo siglo.
Estaba cantado. Pero la forma como se registró para la historia fue en ese espectáculo televisivo y de escasos precedentes, el enfrentamiento entre Trump y su vice-presidente, J. D. Vance, con Volodimir Zelenski, tras el que parece claro que para la nueva istración norteamericana es más importante complacer a Putin que defender a Ucrania.
En Europa, las amenazas de Trump de abandonar a Ucrania se han tomado como un desafío para su propia seguridad. Simbolizan el rompimiento de la Alianza Atlántica, formada en 1949, después de la Segunda Guerra Mundial. Con ramificaciones globales aún insospechadas.
Los intentos por rebautizar el golfo de México y los llamados para retomar el canal de Panamá e incorporar a Canadá en los Estados Unidos son apenas ejemplos de lo que le espera al hemisferio americano.
Días antes del espectáculo televisivo, el escritor británico James Meek publicó un ensayo provocador en el que cuestionaba las ilusas expectativas europeas sobre la posición de Trump frente a Putin (London Review of Books, 6/3/2025). ¿Dónde está la evidencia, se preguntaba, para creer que el presidente norteamericano consideraba a Putin un adversario?
Por el contrario, según Meek, las pruebas abundan para mostrar que Trump considera a su "contraparte rusa como un amigo, un héroe". Para Trump, el agresor, el "dictador" es Zelenski, el "líder", en las palabras irónicas de Meek, "de un país pobre, insignificante y oscuro que comenzó una guerra con Rusia". Estados Unidos estaría abandonando así a sus aliados –en este caso, a Ucrania, pero también a Europa–.
Si existían algunas dudas, todas debieron disiparse tras aquel encuentro televisivo que dejó expuesto el accionar “diplomático” de Trump. Ha sido un episodio revelador, con antesalas (el discurso del vicepresidente Vance en Múnich el 14 de febrero), y seguimientos (la cumbre europea que transcurre en Bruselas al escribir estas líneas). Revelador, ante todo, de cómo concibe la istración Trump el "nuevo" orden mundial.
Para muchos, lo que estamos experimentando es un regreso al siglo XIX, de crudo poder imperial, o a la concepción de un mundo dividido en "esferas de influencia" sobre regiones respectivamente dominadas por un puñado de países, Estados Unidos, Rusia y China. Sería el abandono final de toda la arquitectura multilateral diseñada después de las calamitosas guerras mundiales del siglo XX.
Los intentos por rebautizar el golfo de México y los llamados para retomar el canal de Panamá e incorporar a Canadá en los Estados Unidos son apenas ejemplos de lo que le espera al hemisferio americano si las "esferas de influencia" se imponen como principio rector del "nuevo orden internacional".
Los países del mal llamado sur global se equivocarían si creen que los recientes episodios sobre los destinos de Ucrania y Europa no les competen.