La larga campaña electoral por la presidencia de la república mostró que en Colombia, como en el resto del mundo, la relación entre la sociedad y sus dirigentes ha cambiado radicalmente. El proceso viene gestándose de tiempo atrás, sin que fuera muy visible, pero los resultados de las dos vueltas lo aclararon.
Un buen amigo preguntaba la razón de la estruendosa derrota de Germán Vargas Lleras, por qué la maquinaria no le había funcionado. En la vuelta del domingo pasado fue además evidente que el gran clan electoral de Barranquilla no logró evitar el triunfo en esa ciudad de Gustavo Petro. La candidatura del Partido Liberal en la primera vuelta tampoco obtuvo la votación que se esperaba para un partido político con tanta tradición en el país.
Las cosas cambiaron. No solamente por la demografía, por el voto de los jóvenes, que explica en buena grado el éxito de Sergio Fajardo en la primera vuelta y, posiblemente, también una parte de los ocho millones de Gustavo Petro en la segunda. Las emociones, la rabia, la protesta y los miedos primaron en la decisión política de las gentes.
Un artículo de Fernando Henrique Cardoso, el expresidente de Brasil –publicado en The Washington Post hace unos días– es bastante revelador de los nuevos fenómenos. Para Cardoso, “la cohesión social de tiempos pasados dejó de existir. La sociedad ha sido impactada por los avances de la modernidad: mayor movilidad social, el auge de la información y el dinamismo de las políticas de raza e identidad de género. Estos desarrollos han quebrado la cohesión de las viejas divisiones de clase y de las ideologías y los partidos que las representaban en años pasados” (Cardoso, Fernando Henrique, Revolutionary conditions are developing in Brazil, 6 de junio de 2018, internet).
En Colombia estamos en un momento crucial de nuestra historia. En un equilibrio inestable. Los avances del pasado son, sin embargo, innegables.
La preocupación del expresidente Cardoso está referida a su país pero bien puede aplicarse a Colombia, en donde también “los sistemas, el político y el económico, enfrentan una aterradora crisis moral por la corrupción y porque los privilegios y el clientelismo reemplazaron la competencia como los motores de la vida política y económica”. En estas circunstancias, la única salida sería construir una visión de futuro compartida entre la población, considerando que esta ya no es una “masa amorfa” que puede manipularse, sino que cada individuo tiene a la información, es consciente de sus derechos y quiere que el gobierno atienda sus necesidades.
Los patrones del pasado no sirven para analizar los sucesos del presente ni, mucho menos, para proyectar comportamientos futuros. La política –el arte de conducir el Estado a través de los gobiernos hacia mayores niveles de bienestar social– debe acoplarse a los nuevos tiempos. Lo grave es que no sabemos cómo hacerlo. Lo que sí sabemos es que la clase política, que servía de intermediaria entre la población y el Estado, está desacreditada, es corrupta, no inspira credibilidad y no representa el conjunto de la sociedad. Se ha convertido en un cuerpo extraño, pero es el poder del cual depende el éxito o el fracaso de cualquier gobierno. Necesita comprender los cambios sociales y alinearse con la gente.
En Colombia estamos en un momento crucial de nuestra historia. En un equilibrio inestable. Los avances del pasado son, sin embargo, innegables. Si algo mostró el certamen electoral del domingo pasado fue la importancia del proceso de paz. Hay que resaltar que el señor Timochenko se hubiera apresurado a reconocer el triunfo de Iván Duque, así manifestara su preocupación por la suerte futura de los acuerdos de paz.
Hay que abrir camino y seguir para adelante. Conscientes de que el país y sus gentes cambiaron y la realidad política es otra.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ