Solo tres días después de protestas, destrozos, quemas, pedreas e invasión de las calles, el Presidente, el ministro de Defensa y el director general de la Policía expresaron sus condolencias a la familia del abogado muerto por el abuso policial en la calle y en un CAI. Ni pena ni perdón por las otras víctimas civiles a manos de la policía. Todavía recordamos su primera reacción, el primer día, de defender la institución, valorar su pasado, su sacrificio y declarar el anodino “todo sería investigado”. Ante el aterrador video que recorrió el mundo, los dos policías fueron apartados del servicio. Fueron clasificados como “individuos”, que no siguieron el “protocolo”.
Es alarmante y sospechoso que nos digan que se trata de “casos aislados”, “acciones individuales”, cuando hemos visto horrorizados los videos de los policías que golpean inmisericordemente a manifestantes, disparan sus pistolas y usan las motocicletas oficiales para atropellar colombianos. Los que vivimos en Colombia somos testigos del abuso policial, su indolencia ante los llamados de auxilio, la práctica de las coimas, el sospechoso alto nivel de vida de algunos de sus , los escándalos recurrentes y violaciones de su propio código y de las leyes. Son hechos que surgen de la institución misma, de su subcultura permisiva, del mal ejemplo y de la falta de rigor en el cumplimiento de las normas.
Finalmente, el día lunes, ante lo que era imposible negar, la institución reconoció que más de cincuenta policías dispararon sus armas el día de la protesta. Resulta inconcebible que el Presidente y otras autoridades se nieguen rotundamente a emprender una reforma profunda de la Policía. Usan términos y palabras escurridizas como “reforma de la institución” y “modernización”, que es una manera de decir “hacemos algo, pero no haremos nada”. La actitud conservadora de no reformar, no cambiar, responde a la obstinación de mantener el goce de los privilegios. El sistema les es cómodo y les da garantías para acrecentar su poder.
El aislamiento, la autonomía y la impunidad de las instituciones hace cómodo el ‘statu quo’ para los que están en ellas. Por eso no las quieren cambiar.
Son las mismas instituciones colombianas que han construido los fundamentos que las protegen. Tienen sistemas propios y autónomos de reclutamiento, de investigación y juzgamiento. La justicia militar es una aberración. El fuero, más que la debida protección de la independencia y libertad del político, se ha usado como un recurso de impunidad. Las recientes elecciones de las entidades de control demuestran el juego sucio de la concentración del poder. Contraloría, Procuraduría y Fiscalía son adeptos y amigos del Presidente. Por ese camino van el Congreso y las cortes.
El presidente Carlos Lleras Restrepo, como gran estadista que era, veía la situación real del país como “un país descuadernado”. Se refería a la decadencia de las instituciones y la mancha de la corrupción. Hoy vería el libro totalmente deshojado y sin los capítulos esenciales.
El aislamiento, la autonomía y la impunidad de las instituciones hacen cómodo el statu quo para los que están en ellas. Por eso no las quieren cambiar. Cuando son evidentes sus errores, sus yerros, sus tropelías, se tapan con la falsedad de que solo son “manzanas podridas”. ¿Será creíble la poco espontánea manifestación de civiles que defienden a la Policía? Alguien las mueve. Es la burda farsa de una democracia, amañada, hecha a sus anchas, que les permite gambetear la Constitución y las leyes. Con esto, ellos tienen la misma validez de una carta firmada por amigos del Parlamento que autoriza el tránsito de tropas extranjeras.
Pero no nos engañemos: nada justifica el vandalismo desatado por provocadores de oscuro origen. Los vándalos benefician a la derecha.
Carlos Castillo Cardona