Recuerdo esa mañana de mayo de 2020, cuando todos los medios del mundo amanecieron hablando de la muerte de George Floyd en Estados Unidos. Floyd, un afroamericano asfixiado sin justificación por un policía que se sentó en su cuello.
También recuerdo la mañana de septiembre de 2020, cuando los medios colombianos amanecieron inundados con la noticia de la muerte de Javier Ordóñez. Una historia similar a la de Floyd, pero no en Mineápolis sino en Villa Luz, Bogotá. La agonía de Javier empezó cuando dos policías le aplicaron taser de sobra tendido en el suelo, ante varias cámaras de celular, pero terminó sin ser registrada, al interior de un CAI.
Esa misma tarde, la gente salió indignada a protestar frente al CAI donde murió Javier. Lanzaron piedras y finalmente le prendieron fuego. Varios manifestantes hicieron lo mismo en otros CAI, quemaron buses, rayaron patrullas de la Fiscalía. La Policía fue escalando su respuesta y en la noche estaban usando armas de fuego. Al menos ocho civiles murieron, presuntamente por disparos de la policía. Parecía ser un caso que quedaría para siempre en la mente de los colombianos.
Ambos casos arrancaron igual, pero mientras lo de Floyd fue un punto de inflexión para Estados Unidos, lo de Javier pareció haberse quedado atrapado en el olvido.
Hoy, ambos asesinos tienen una sentencia. Incluso en Estados Unidos después de la sentencia el presidente Biden dio unas declaraciones, el país estuvo en suspenso varios días.
¿Por qué esa diferencia? La explicación natural que daría cualquier colombiano es que somos, por definición, gente peor. Son contados los colombianos que no viven con vergüenza de su nacionalidad y que no ven todo gesto de brutalidad humana como una señal característica y exclusiva de nuestro pasaporte. Y como yo soy una de esas pocas colombianas lamento revelar que no, esta columna no se trata de eso, yo voy para otro lado.
La otra opción sería argumentar que lo que le pasó a Floyd en Estados Unidos fue único, atípico. No lo es. Desde 2005, la policía estadounidense mata cerca de 1.000 personas cada año. Y a pesar de que suman 15.000 esos muertos en el periodo 2005-2020, solo 35 policías han sido condenados. Así que el crimen es común, y la impunidad, también.
Las diferencias para mí son mucho más sutiles. Primero, la evidencia principal en el caso de Floyd fue un video completo, grabado por una adolescente de 17 años. Sin pausas, diez minutos de imagen a la luz del día. Al inicio del video, Floyd está vivo; al final está muerto: inicio, nudo y fatal desenlace en una sola pieza audiovisual. En el caso de Javier, las imágenes son nocturnas. Sí, un crimen es el mismo de día o de noche, pero el registro de una cámara nunca es tan bueno como el que se ilumina con el sol. Las imágenes son impresionantes, pero incompletas. Lo que pasó en el CAI donde lo llevaron vivo pasó en el punto ciego de las cámaras y no quedó registro.
Segundo, en una decisión sin precedentes y mediada por la pandemia, la corte del estado de Minnesota decidió televisar todo el juicio del asesino de Floyd, para evitar que la gente se agolpara a las afueras. No eran audiencias virtuales como las del asesino de Javier, eran completamente presenciales como las de las películas. Y la transmisión corrió por todos los medios. Durante dos, tres semanas, todo el país lo siguió como si fuera una serie de televisión, cruzando los dedos por un final feliz.
Hay una teoría en comunicación linda, llamada determinismo tecnológico. Básicamente consiste en explicar el comportamiento humano de acuerdo con la forma tecnológica en que procesamos el mundo que nos rodea. No creo que EE. UU. sea un país mejor o que su gente sea distinta, lo que sí creo es que es un país absolutamente cinematográfico, solo hay un Hollywood en el mundo y está allá. Y todo lo que pasó con Floyd se prestó para que el país siguiera la historia en las pantallas. Para mí, aunque sea menos popular que insistir en la inferioridad del colombiano, la diferencia estuvo ahí.
También es posible que yo no tenga razón y que la diferencia solo se explique en lo que dicen 9 de cada 10 compatriotas, al menos, tres veces al día: Colombia es inviable, invivible, imposible, largo etcétera. El hecho es que la sentencia del principal acusado en el caso de Colombia se anunció primero, el 13 de abril pasado. La Fiscalía publicó que su condena sería de 20 años y una multa de 1.500 salarios mínimos. El trino de la Fiscalía no alcanzó ni los 100 me gusta. Ya nadie habla de él, ni de lo que pasó la noche siguiente en Soacha y Bogotá.
Carolina Avendaño
Comunicadora social y periodista