Lo que para unos fue un diagnóstico, para otros fue un ataque. En una de las tantas audiencias públicas sobre la reforma de la salud, el ministro del ramo, Guillermo Alfonso Jaramillo, señaló que en algunas partes de Colombia los médicos solo aspiraban a volverse investigadores o a irse a Estados Unidos. “Ya no quieren ir a un rural –dijo con su habitual tono provocador–. El agua del Amazonas les da alergia”.
Sobre las maneras del ministro se ha derramado más tinta de la necesaria, tinta que ha hecho falta para abordar el problema de fondo: la destrucción y el deterioro en Colombia de la medicina general (medicina, odontología, enfermería y otros), la reducción de su capacidad para resolver los problemas de sus comunidades; la pérdida del capital humano y productividad de estos profesionales, y la caída del reconocimiento y respeto que tenían fuera y dentro del país.
El cambio de título es diciente: pasaron de ser médicos-cirujanos a ser médicos a secas, reducción coherente con las habilidades que se les quitaron (quirúrgicas, obstétricas, anestésicas, ortopédicas y pediátricas). De allí que la consigna para ellos terminó siendo “hagan lo que puedan, y cuando no puedan, remitan”.
Por no ser especialistas, a esos médicos generales, odontólogos y enfermeros hoy se les niegan las mínimas garantías laborales, económicas y el a ayudas tecnológicas. Se les ofrecen plantas físicas derruidas, en sitios inseguros y alejados de las oportunidades que cualquiera desearía para sí mismo o para sus hijos.
Cuanto más se redujeron las capacidades de la medicina general, más alejados y costosos para los pacientes se hicieron los servicios.
Para la muestra, unas cifras: en 2002, 494 municipios colombianos atendían el 70 % de sus partos; en 2012, 173, y actualmente solo 157. Y eso tiene su respectivo impacto en los s, que pierden ingresos porque deben ir a una consulta en un lugar distante de su residencia y deben sacar plata de su cartera para desplazamientos, hotelería y manutención, cifras que no son consideradas cuando se promulga que Colombia tiene un mínimo gasto de bolsillo en salud.
Así fue como en nombre de una supuesta eficiencia se generó una paradoja: cuanto más se redujeron las capacidades de la medicina general, más alejados y costosos para los pacientes se hicieron los servicios, más largas las listas de espera de los especialistas, más tardíos los diagnósticos, más alta tecnología requerida y más costosa la prestación.
La orientación hacia la medicina especializada –cuyos servicios se concentran en 25 ciudades– generó barreras de geográficas y económicas. Y todo esto normalizado y profundizado a lo largo de los años frente a la mirada pasiva de los ministerios de Salud, Trabajo, Educación y Hacienda, de las aseguradoras, de la academia, de las sociedades científicas, de la prensa y de la sociedad en general.
Con o sin reforma, es urgente la recuperación de la confianza en la medicina general. La narrativa no puede continuar asumiendo que la solución es tener más especialistas, que la medicina general es un intermediario, y que por lo tanto hay que limitar su actividad y reducir sus salarios. Tampoco puede continuar partiendo de la premisa según la cual, para brindar atención básica, requiere menos tecnología.
Las universidades deben liderar no solo la formación de los médicos generales, sino también su actualización y desarrollo, y romper el esquema por el cual se les forma en hospitales, con el profesor o el especialista, ricos en tecnología y simuladores, pero alejados del o con los pacientes, ajenos a la realidad territorial y con pocas habilidades para solucionar y orientar problemas.
Para evitar señalar con el dedo a los estudiantes de medicina, se podría decir que no es alergia al agua del Amazonas el padecimiento de las nuevas generaciones; es alergia a un sistema de salud que los desprecia, los maltrata, les limita su práctica profesional, les corta las esperanzas de realización como profesionales y les niega oportunidades en gran parte de ese territorio al que queremos que ellos asistan