Según Borges, el Aleph es “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos… el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”.
El Aleph del que Borges tuvo noticia estaba ubicado en el sótano de la casa de Carlos Argentino Daneri, en la calle Garay de Buenos Aires. Yo diría que —en cuanto cada uno de nosotros tiene la posibilidad de pensar, de hacerse una imagen mental del Aleph— todos tenemos el potencial de ser uno de estos increíbles puntos. Dicho de otro modo, nuestra imaginación es una especie de Aleph que nos permite ver y entender la realidad desde múltiples ángulos.
Un ejemplo perfecto es lo que nos ocurre cada vez que cogemos un libro, encarnamos en el cuerpo de distintos personajes. Pasamos de ser Pecola Breedlove, la niña negra que soñaba con tener los ojos azules en Ojos azules de Toni Morrison, a convertirnos en Florentino Ariza, el empedernido enamorado de Amor en los tiempos del cólera de García Márquez, o la elegante señora Dalloway, de Virginia Woolf.
Nuestra imaginación es tan iluminadora que no solo nos permite ponernos en los zapatos de otro, sino que también nos deja reflexionar sobre el mismo concepto de maneras radicalmente distintas.
Solemos concebir el vacío como un hueco infinito o nada. Pero podemos entender por qué para japoneses ‘ma’ —que suele traducirse como espacio negativo— es lo que da sentido a la vida. Es el ‘campito’ que abren para recordar lo importante, el espacio que dejan para que la mente esté abierta a nuevas posibilidades, el momento que se toman para pensar.
Como el Aleph, nuestra mente es capaz de producir infinitas imágenes mentales. Sin embargo, en el momento de referirnos al otro y de interactuar con él o con ella, olvidamos esa complejidad que viene con ser humanos.
“La historia única genera estereotipos. Y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Convierten una historia en la única historia”, dijo en una conferencia la afamada escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Además, “despoja a las personas de su dignidad. Hace que reconocernos como iguales sea difícil. Enfatiza todo aquello que nos hace diferentes, en vez de resaltar nuestras similitudes”, dijo.
Pudiendo imaginar infinidad de historias, nos cegamos a una única narrativa, aplanando así nuestra experiencia y la de los demás. Dejamos de ver las complejidades, las contradicciones y los matices que hacen maravillosa la realidad, y nos condenamos a verla blanca o negra.
“El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño”, dice Borges. “Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo”. ¿Por qué, teniendo la posibilidad del ver el mundo de esa manera, preferimos casi siempre reducirlo a blanco o negro?