El sistema judicial está diseñado como un pilar de equidad y protección, pero cuando opera con ojos vendados y sin un análisis integral puede convertirse en un arma de injusticia. Quiero compartir el caso de Samuel, uno de los 34.000 colombianos demandados por inasistencia alimentaria entre 2020 y 2023, y quien ha sido víctima de un fallo que desafía el sentido común.
En muchos casos las demandas por inasistencia alimentaria cumplen su función de proteger a los menores. Sin embargo, también hay situaciones en las que se convierten en un instrumento de castigo hacia la expareja. Según personas cercanas al caso, Kasandra, la madre de la hija mayor de Samuel, lo demandó impulsada más por un ánimo de revancha que por una necesidad real de apoyo económico.
El juez, sin considerar que la joven tenía 24 años, realizaba un doctorado en Alemania y trabajaba a tiempo parcial, decidió embargarle el 25 % de su salario a Samuel. Así, lo que debía ser un análisis sensato de la situación se convirtió en una sentencia sin contexto.
Si bien la justicia actuó conforme al procedimiento, no se tomó en cuenta que Samuel tenía tres hijos menores de edad que dependían de él y atravesaba una crisis financiera. Se aplicó la norma sin matices, ignorando lo que la misma ley exige: proteger a los más vulnerables. El fallo, en lugar de equilibrar la balanza, dejó a tres menores –una niña de 8 años, otra de 13 y un niño de 10– sin el sustento necesario para su educación y bienestar.
Un juez de familia debería poder acceder a bases de datos interinstitucionales para garantizar el bienestar de los menores.
Samuel sintió un frío que le recorrió la espalda cuando recibió la notificación del embargo. Había pasado un año sin trabajo y había acordado con su hija mayor dar por terminado el compromiso, ya que ella contaba con recursos suficientes. Sin embargo, Kasandra utilizó un poder sin la autorización de su hija para reactivar el proceso. La impotencia de Samuel se transformó en angustia al hacer cuentas: con lo que le quedaba de sueldo, apenas podría cubrir lo básico, poniendo en riesgo la educación de sus hijos.
Intentó apelar la decisión, explicar su situación, pero la respuesta fue la misma: trámites interminables, expedientes fríos que no reflejaban la realidad de su vida. Una situación que enfrentan muchas personas en Colombia, donde el 80 % de los demandados por alimentos son hombres y el 20 % son mujeres, según cifras de los medios nacionales.
En pleno siglo XXI, con más información disponible, un juez de familia debería poder acceder a bases de datos interinstitucionales para garantizar el bienestar de los menores. El juzgado pudo haber consultado el historial crediticio de Samuel para evaluar su situación financiera, verificado en el sistema de salud que tenía hijos menores a su cargo, revisado el sistema de pensiones para confirmar que llevaba un año sin trabajo y que apenas había conseguido empleo nuevamente. Incluso, podría haber verificado con Migración que su hija mayor vivía en Alemania, lo que indicaba que su vulnerabilidad era baja y que el caso requería otro tratamiento.
No se trata solo de tecnología, sino de a la información. Información que el juez tenía el poder de pedir dentro de un proceso judicial y que, utilizada correctamente, podría haber permitido una decisión más justa.
Al final, Kasandra encontró en el sistema una herramienta para castigar a su expareja, como ocurre en muchos otros casos. Pero la mayor tragedia no fue su actuar, sino la fragilidad de un sistema que lo permitió. El desafío es claro: fortalecer los procesos judiciales para evitar que, por falta de información o análisis, se termine castigando a quienes más protección necesitan.
P. D.: Señores jueces de familia, este caso podría ser el suyo.