Desde, al menos, principios de los ochenta muchos dirigentes, políticos y analistas apuntaron a la debilidad del Estado en áreas periféricas y marginales como uno de los grandes determinantes del conflicto. Cada gobierno, a su manera y de acuerdo con sus tendencias ideológicas, hizo planes de inversión social y políticas de seguridad para fortalecer el Estado en los territorios.
En 1999 la situación fue tan crítica que se alcanzó a hablar por analistas internacionales de Colombia como estado fallido. En realidad se trataba de una crisis en zonas y comunidades muy específicas. Incluso en el caso de Mitú en 1998, cuando las Farc se tomaron una capital departamental, el Estado pudo recuperar el control militar el día después. Si el Estado no colapsó en Mitú, mucho menos iba a colapsar en Bogotá. Era más bien un colapso parcial o una presencia diferenciada del Estado, como señalaron importantes académicos.
Aún hoy, el tema de fortalecer el Estado o "llevar el Estado a los territorios" continúa siendo el eje de las recomendaciones de política para resolver los conflictos violentos en el país. No obstante, el diagnóstico de debilidad pareciera agotarse por su reiteración interpretativa y por los propios avances del Estado. El pie de fuerza, la oferta de servicios públicos, los recursos disponibles, la infraestructura, etc., han alcanzado niveles impresionantes pese a que la violencia y los grupos armados irregulares continúan estando en la periferia y en los márgenes.
El Estado puede tener superioridad militar y mayores recursos en comparación con cualquier grupo armado, pero está en desventaja a la hora de resolver las demandas de gobierno de la población.
Quizá el problema no sea solo que el Estado es débil, sino también que es disfuncional para ciertas sociedades donde pretende llevar sus instituciones. Me explico, el Estado puede tener superioridad militar y mayores recursos en comparación con cualquier grupo armado, pero está en desventaja a la hora de resolver las demandas de gobierno de la población porque sus instituciones no están pensadas para los medios, los contextos, las necesidades y las visiones de la población.
Ejemplos obvios son las economías cocaleras y mineras. Las instituciones del Estado son disfuncionales, de entrada han criminalizado los principales medios de vida de estas comunidades. Un grupo armado, en cambio, puede ofrecer protección y orden sin problema a cocaleros y mineros ilegales por el pago de una parte de sus ganancias.
Menos obvias son transacciones y situaciones en las que no están involucradas prácticas criminales de quienes son gobernados. Si se trata de resolver deudas de muchos millones, el Estado ofrece los tribunales adecuados. Si se trata de deudas de decenas o cientos de miles de pesos, el Estado no solo es inoperante sino que el costo de los procedimientos del cobro, tribunales y funcionarios públicos supera por mucho el monto de la deuda. El asunto es que las deudas son transacciones cotidianas, importantes para el funcionamiento de las comunidades donde imperan el rebusque y la informalidad como medio de vida y donde no existen sistemas bancarios para esa población. En ese contexto, los actores armados ofrecen instituciones efectivas y a bajo costos para asegurar los créditos y los pagos. Igual ocurre con el comercio informal, los problemas de convivencia, la prevención de robos y violencia sexual, entre otras demandas cotidianas de orden en comunidades periféricas y marginales.
El asunto es que el Estado ha diseñado sus normas, su burocracia y sus prácticas sin contar con las posibilidades institucionales de estas sociedades, pretendiendo que la gente va a cambiar de un día para otro sus hábitos, costumbres y medios de vida para poder ser gobernada por el Estado. Sería más práctico hacer el trabajo al revés: adecuar las instituciones estatales, es decir, hacerlas funcionales para a la gente, allí donde se pretende llevar el Estado porque es débil y gobiernan otros.